Cogida em el tranvía, una tarde de sexo increíble

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Cogida em el tranvía, una tarde de sexo increíble

Cogida em el tranvía, una tarde de sexo increible

El aire en el vagón del tranvía estaba impregnado de tensión, un peso invisible que parecía hundirnos en un abismo compartido. A nuestro alrededor, rostros ausentes miraban al vacío, inmersos en rutinas grises. Nadie sospechaba que mis dedos se deslizaban con deliberada audacia sobre la dura longitud de su polla, oculta bajo la fina tela de su pantalón. Pero la posibilidad de ser descubiertos era un fuego ardiente que alimentaba cada movimiento entre nosotros, una chispa peligrosa que hacía que mi piel hormigueara de anticipación.

Sus ojos oscuros estaban clavados en mi nuca, desafiándome a continuar. La presión social me estrangulaba, pero también me excitaba de una manera primitiva, visceral. Cada mirada que desviaba hacia los pasajeros era un recordatorio de lo arriesgado que era este juego. ¿Y si alguien lo notaba? ¿Y si alguien entendía lo que estaba ocurriendo debajo de mi falda cuidadosamente arreglada y el movimiento casi imperceptible de mi mano?

El tranvía avanzaba entre las sombras de Estambul, serpenteando por las calles húmedas, iluminadas por farolas viejas que parpadeaban con cansancio.

El vagón iba repleto. Cuerpos pegados unos contra otros, manos rozando donde no debían, ojos furtivos buscando carne expuesta entre la multitud apretada.

Pero yo tenía mi propio juego.

Él estaba detrás de mí, su pecho caliente presionando mi espalda, sus manos descansando en mis caderas con una autoridad silenciosa. Me envolvía su abrigo largo, pesado, impregnado de lluvia y humo de leña, un manto que nos ocultaba del mundo mientras mis dedos se deslizaban sin vergüenza por la cremallera de su pantalón.

El calor de su polla entre mis dedos era una invitación abierta, una promesa que se encendía con cada roce. Sentía cómo su erección palpitaba, fuerte y viva, como si en ese instante todo su ser se redujera a ese punto de conexión entre nosotros. La humedad creciente en mi propia ropa interior era un reflejo de esa energía compartida, un circuito cerrado de deseo que no conocía barreras ni moralidad.

Mis dedos, ahora más atrevidos, se deslizaban con una precisión casi obsesiva, explorando cada centímetro de su longitud. El contacto directo con su carne me estremeció. Su pollón era firme, tenso, pero también cálido, un contraste que me hacía perder el control. Podía sentir cada pulsación bajo mi mano, un lenguaje mudo que hablaba de urgencia y abandono. Mis movimientos eran lentos, deliberados, calculados para prolongar el placer y el tormento, estudiando cómo cada caricia arrancaba un jadeo más profundo de su garganta.

La tela de su calzoncillo , de algodón grueso y ligeramente áspero al tacto, no podía ocultar lo que había debajo. Con la mano izquierda, deslicé mis dedos por encima del tejido, sintiendo la forma dura y caliente de su erección presionando contra mí. «Mmm…» Un gemido ahogado escapó de sus labios mientras yo jugaba con el cierre del pantalón, bajándolo lentamente, centímetro a centímetro, sin que nadie en la habitación se percatara. El sonido del metal del cierre al abrirse fue apenas audible, un leve «zzzzip» que se mezcló con el murmullo del ambiente.

Cuando finalmente liberé su verga , el aire fresco de la habitación pareció envolverla, haciendo que se estremeciera ligeramente bajo mi toque. Era grande, gruesa, con venas prominentes que latían bajo mi palma. Sentí los pelos púbicos , húmedos y rizados, rozando mis dedos mientras exploraba más abajo. Sus bolas , pesadas y peludas, descansaban en mi mano como un tesoro prohibido. Los mechones de vello eran suaves pero densos, y pude sentir cómo algunos de ellos estaban ligeramente húmedos, probablemente por la anticipación y excitación acumulada.

Con la otra mano, comencé a acariciarlo desde la base hasta la punta, donde una gota de líquido preseminal brillaba sobre su glande. Lo esparcí con mi pulgar, lubricando mis movimientos mientras él dejaba escapar un gemido gutural: «Ahh… joder…» . Su respiración se volvió más rápida, entrecortada, como si estuviera luchando por mantener el control. Yo sabía que estaba al límite, pero quería llevarlo aún más lejos.

Mis dedos se cerraron alrededor de su prepucio retráctil , bombeando con firmeza pero sin prisa. Cada movimiento provocaba pequeños sonidos húmedos, un suave «shhlick-shhlick» que resonaba entre nosotros. Él echó la cabeza hacia atrás, apretando los dientes mientras intentaba contenerse. «Ngh… no pares…» , murmuró, su voz ronca y desesperada.

El calor de su piel contra la mía era intoxicante. Sentí cómo su cuerpo temblaba bajo mis caricias, sus músculos tensándose mientras luchaba contra el clímax. Mis propios jadeos comenzaron a mezclarse con los suyos, creando una sinfonía de gemidos y suspiros. «Mmm… sí… así…» , susurré, mis labios rozando su oído mientras aumentaba el ritmo.

—Dios… sigue —gruñó, su voz grave, quebrada por la necesidad, enviando un escalofrío eléctrico por mi columna.

Mis dedos, atrapados bajo el control de su miembro firme, temblaban mientras se deslizaban más abajo, delineando esa dureza caliente que palpitaba fuera de su pantalón. La tela fina de mi uniforme escolar cubría mis movimientos, pero el riesgo estaba ahí, latiendo como una promesa peligrosa. Mi mente gritaba que me detuviera, pero mi cuerpo… mi cuerpo seguía adelante, traicionándome, buscando más contacto, más calor.

La presión de comportarme como la «colegiala perfecta» se desvanecía con cada segundo. Cada curva que mis dedos exploraban en su erección rompía las cadenas invisibles de la conformidad. Mis movimientos eran pequeños, pero precisos, cada uno calculado para provocar una reacción sin levantar sospechas. Era un baile silencioso, un duelo de poder donde yo llevaba las riendas, aunque él aún no lo supiera.

Mis dedos, tímidos al principio, recorrían el contorno de su erección como explorando un territorio prohibido. La tela de su ropa interior apenas ocultaba la calidez y la firmeza que pulsaban bajo mis caricias. Con un movimiento calculado, mi mano ascendía lentamente por la longitud de su tronco, deteniéndose justo antes de alcanzar la punta, como si quisiera prolongar la tensión, como si el deseo tuviera su propio compás.

El traqueteo del tranvía era mi aliado. Cada sacudida ocultaba la presión rítmica de mis dedos, que se deslizaban hacia adelante y luego retrocedían, trazando un camino de pura lujuria. Con cada vaivén, sentía el leve temblor de su cuerpo, la manera en que sus músculos se contraían bajo mi toque. Era un lenguaje silencioso: su respiración más pesada, su garganta emitiendo un gruñido apenas contenido.

Mis uñas, cortas pero intencionadas, rozaban su verga con delicadeza, intensificando el roce. Luego, con la valentía que me daba el anonimato de la multitud, mis dedos se apretaron un poco más, moldeándose a su forma. Descubrí el grosor y la suavidad de su piel bajo una base de pelos, y con movimientos precisos, deslicé mi palma hacia abajo, marcando el contorno de cada vena que se hacía más prominente con mi tacto.

Retrocedía para retomar el ritmo, dejando que mi mano subiera de nuevo, más lenta esta vez, deteniéndose justo en la base antes de repetir el recorrido. Mis movimientos eran un balance entre la curiosidad temerosa y el hambre voraz. Sabía que cada caricia lo acercaba un poco más al borde de su autocontrol. Yo también estaba al filo, temblando no solo por la excitación, sino por la carga eléctrica que parecía conectar nuestros cuerpos, como un secreto ardiente compartido entre dos extraños.

El tranvía frenó bruscamente, empujándonos más cerca. Aproveché la oportunidad para aumentar la presión de mi palma, dejando que mi pulgar se moviera hacia la punta, dibujando un pequeño círculo a través de la cabeza de su glande que lo hacía estremecerse. Sentí el calor que emanaba, el sutil pulso que me gritaba que siguiera. Apreté los labios para contener un suspiro que amenazaba con delatarme, mientras mi mente se rendía por completo al movimiento hipnótico de mis dedos.

—Eres… increíblemente atrevida, ¿lo sabías? —murmuró, su voz baja y cargada de burla, sus labios tan cerca de mi oído que sentí el calor de cada palabra.

Sus palabras me quemaban, pero también me hacían desear más. Una parte de mí temía que pudiera detenerme, decir que esto había ido demasiado lejos, que este juego debía terminar. Pero su mirada, esa mezcla de desafío y deseo incontrolable, me decía lo contrario. Quería que lo empujara más allá de sus propios límites. Quería que me dominara y, al mismo tiempo, perder el control conmigo.

Con esa seguridad, mis dedos, firmes y seguros, lo masturbaban con rabia a veces, con delicadeza en otras. Su erección palpitaba bajo mi toque, como si su cuerpo entero estuviera reclamando ese momento, esa conexión que nos había consumido por completo. Podía sentir cada contracción, cada temblor que se extendía desde él hacia mí, un flujo de energía que parecía unificar nuestras respiraciones y pulsos en un solo latido frenético.

El tranvía siguió su vaivén, convirtiéndose en nuestro aliado silencioso. Cada sacudida del vagón intensificaba el roce, haciendo que sus jadeos se volvieran más graves, más desesperados. Mis dedos se movían con un propósito casi cruel, rozando los puntos más sensibles, trazando un mapa de deseo sobre su piel. Su calor me envolvía, un fuego que no solo ardía en él, sino que comenzaba a consumir también mi control.

La sensación era asfixiante, casi dolorosa, pero no quería soltarlo. Su verga palpitaba en mi mano como un animal salvaje atrapado, pero no uno dócil ni domesticado, sino algo mucho más peligroso, algo que exigía ser adorado y temido a partes iguales. Mis dedos apenas podían rodearla por completo; era gruesa, caliente, una columna de carne que parecía vibrar con vida propia. La piel tersa y suave, tensa sobre las venas marcadas que latían bajo mi toque, me recordaba lo frágil y poderoso que era este acto: sostener algo tan íntimo, tan primitivo, en mi mano.

El calor que irradiaba era casi abrasador, como si quemara desde dentro, y el peso de su erección me llenaba de una mezcla de orgullo y humillación. Era un recordatorio de quién tenía el control aquí—o eso creía él. Pero yo sabía que, mientras esa polla estuviera en mi mano, era yo quien dictaba el ritmo, quien decidía cuándo aumentar la presión o cuándo detenerme por completo. Aunque, claro, él nunca lo admitiría.

Mis dedos se deslizaron hacia arriba, luego gacia  abajo, explorando sin permiso, sintiendo cómo la base de su eje se endurecía aún más bajo mi agarre. Mi pulgar rozó, una vez más,  la punta húmeda, cubierta por ese  destello de líquido preseminal, y lo extendí lentamente, dibujando círculos tortuosos alrededor del glande. Era suave, casi aterciopelado, pero también firme, como una joya envuelta en seda oscura. Cada caricia enviaba pequeñas descargas eléctricas que recorrían mi propio cuerpo, haciéndome jadear involuntariamente mientras sentía cómo él contenía el aliento detrás de mí.

El olor era embriagador: una mezcla de sudor masculino, cuero viejo y algo más profundo, más animal. Era el aroma del poder, del deseo contenido durante demasiado tiempo. Lo aspiré profundamente, dejando que llenara mis pulmones y nublara mi mente hasta que todo lo que podía pensar era en sentir más, tener más, ser consumida por él.

Lo tenía justo donde quería: atrapado entre el placer y la desesperación, con mi cuerpo de espaldas cubierto por su largo abrigo de lana basta. El tejido, pesado y denso, olía a una mezcla embriagadora de lluvia reciente y humo de leña, como si el bosque mismo nos envolviera.

La lana áspera rozaba mis muslos desnudos cada vez que me movía, un roce crudo y punzante que contrastaba deliciosamente con la calidez de su piel expuesta. La humedad atrapada en la tela se sentía fría contra mi piel, pero dentro del abrigo, su cuerpo ardía, sofocante y desesperado, cada jadeo suyo envolviéndome, su aliento caliente rozando la curva de mi cuello.

Mi otra mano encontró sus testículos, pesados y llenos, como frutas maduras listas para ser exprimidas. Los acaricié con delicadeza primero, luego con más firmeza, disfrutando del gruñido gutural que escapó de su garganta. Sentí cómo su cuerpo se tensaba contra mí, cómo su respiración se volvía errática, entrecortada. Sabía que estaba al borde, que podría correrse en cualquier momento si yo seguía así, pero no iba a permitírselo todavía. No hasta que supiera exactamente quién mandaba aquí.

Apreté con más fuerza, mis dedos cerrándose alrededor de su eje como un puño implacable. Él gimió, un sonido bajo y gutural que resonó en mi oído como un trueno lejano. Podía sentir cómo su cuerpo luchaba contra el impulso de empujar hacia adelante, de buscar más fricción, más placer. Pero no se lo permití. Mantuve mi agarre firme, casi castigador, sintiendo cómo su carne se estremecía bajo mi toque.

—Dios… así… —murmuró con la voz grave, rota por el placer contenido.

Mi mano se deslizó más lenta.

Él gruñó.

Mi pulgar trazó círculos en su glande, esparciendo su humedad.

Su mano apretó mi cadera.

—No pares…

El abrigo se sacudió levemente.

Su cuerpo tembló.

Afortunadamente, el abrigo nos cubría, ocultando la escena, pero intensificando la clandestinidad del momento. Cada roce de la tela áspera era un recordatorio de nuestro pequeño pecado, de la lujuria que se filtraba en cada fibra de la lana mojada.

Su mano se cerró en mi cintura con más fuerza, como si quisiera marcarme a través de la tela. Lo sentía contra mi espalda, duro y tenso, cada espasmo suyo traicionando su lucha interna entre contenerse o abandonarse por completo.

«¿Te gusta esto?» murmuré, mi voz cargada de malicia mientras inclinaba mi cabeza hacia atrás para mirarlo. Sus ojos estaban oscuros, casi negros, devorándome con una intensidad que hizo que mi vientre se contrajera de anticipación. «¿Te gusta sentirte atrapado? Porque puedo hacer que te sientas aún más pequeño, más indefenso…»

No terminé la frase. En lugar de eso, moví mi mano más rápido, bombeando con una cadencia que sabía que lo estaba llevando al límite. Sentí cómo su cuerpo comenzaba a temblar, cómo sus caderas se movían involuntariamente, buscando más contacto. Pero justo cuando pensé que no podría aguantar más, aflojé mi agarre, dejándolo jadeando, frustrado, al borde del colapso.

«Por favor…» suplicó, su voz ronca, casi irreconocible.

«¿Por favor qué?» respondí, burlona, girando mi cuerpo para enfrentarlo. «¿Quieres correrte? ¿Es eso lo que quieres?»

Él no respondió, pero su mirada lo dijo todo. Estaba perdido, completamente a mi merced. Y yo sabía que, aunque intentara resistirse, ya no había vuelta atrás.

* * *

El calor del vagón parecía concentrarse en un solo punto: mi coñito. Mis dedos temblaban mientras se deslizaban bajo la falda colegial, buscando con deliberación aquello que ya clamaba por atención. La textura húmeda de mis bragas me recibió como una promesa tácita, pero no era suficiente. Necesitaba más. Necesitaba sentirme al límite.

La verga caliente del desconocido presionaba contra mí, dura e insistente, a través de la tela de mi falda. Era imposible ignorar su presencia, imposible fingir que este momento no estaba ocurriendo. Cada movimiento del tranvía parecía conspirar para acercarnos más, para aumentar la fricción entre nosotros. Mi cuerpo respondía sin pedir permiso, mis caderas comenzaron a moverse involuntariamente, alternando la presión sobre su erección con pequeños roces que me hacían jadear en silencio.

Mis dedos encontraron el camino hacia mi vagina, trazando círculos lentos y tortuosos alrededor de mi clítoris. Estaba tan sensible que cada toque enviaba descargas eléctricas directamente a mi núcleo. Sentí cómo mis jugos fluían libremente, empapando mis bragas y haciendo que cada caricia fuera más intensa, más desesperada. Mi coño palpitaba, anhelando ser llenado, poseído, dominado.

Pero no podía ignorar la presión externa. Alternaba el movimiento de mis dedos dentro de mí con pequeños ajustes de mis nalgas sobre su verga. Lo sentía endurecerse aún más bajo mi peso, su calor irradiando incluso a través de las capas de ropa que nos separaban. Era una danza prohibida, un juego peligroso que ambos sabíamos que no debía continuar… pero que ninguno de los dos quería detener.

Mi clítoris, pequeño y hambriento, demandaba atención constante. Mis dedos lo acariciaban con movimientos rápidos y firmes, imitando el ritmo de las sacudidas del tranvía. Podía sentir cómo mi cuerpo se tensaba, cómo cada terminación nerviosa gritaba por liberación. Mi culo, apretado y deseoso, se movía instintivamente, buscando maximizar el contacto con aquella dureza que me volvía loca.

El desconocido, ajeno a mis caricias ocultas pero completamente consciente de mi presencia, dejó escapar un gruñido bajo que resonó en mi oído. Su respiración se volvió más pesada, más errática, y pude sentir cómo su mano se acercaba peligrosamente a mi muslo. No dijo nada, pero su toque fue suficiente para hacerme perder el control.

«Joder,» murmuré apenas audible, mis labios temblando mientras luchaba por contener los gemidos que amenazaban con escapar. Mi cuerpo entero era un volcán a punto de estallar, y él lo sabía. Lo sentía en la forma en que sus dedos se clavaban en mi piel, en la manera en que su erección de su polla liberada pulsaba contra mí, exigiendo más.

Mis movimientos se hicieron más frenéticos, más desesperados. Alternaba entre masturbar mi clítoris, agarrarle la verga y deslizar mis dedos dentro de mi vagina, sintiendo cómo mi humedad crecía con cada segundo que pasaba. Mi culo seguía moviéndose, restregándose contra su verga como si fuera un acto reflejo. Era una mezcla embriagadora de placer y vergüenza, de deseo y peligro.

Y entonces, él se dió cuenta y entendió que necesitaba más.

Sus dedos, ahora liberados de cualquier inhibición, se deslizaron con deliberada lentitud por debajo de mi falda. La presión de su mano contra mi muslo desnudo envió una descarga eléctrica que se propagó por todo mi cuerpo. Era imposible resistirse cuando cada fibra de mi ser clamaba por más, suplicaba por ese contacto que prometía consumirme.

La textura de su mano era áspera, callosa, con una rugosidad que hablaba de años de trabajo duro o pasión desbordante. Sus dedos eran largos, firmes y decididos, moviéndose con una confianza que me hacía sentir completamente a su merced. Sentí el calor de su palma contra mi piel, un calor que contrastaba con la suavidad cremosa de mis muslos, que ya comenzaban a humedecerse con la excitación creciente.

Cuando sus dedos finalmente rozaron el borde de mis bragas, pude sentir la delicada tela de encaje que apenas contenía mi deseo. El material estaba húmedo, casi transparente, incapaz de ocultar el estado febril de mi cuerpo. Mis labios vaginales, hinchados y sensibles, parecían palpitar bajo su toque, como si supieran que estaban a punto de ser liberados. La braga, hecha de un encaje fino y delicado, se adhería a mí, marcando cada curva y pliegue, incapaz de disimular el calor que irradiaba.

Su mano grande y velluda se deslizó aún más arriba, sus dedos acariciando la parte interna de mis muslos con una mezcla de rudeza y ternura que me hacía temblar. Cada roce era como una promesa, un recordatorio de lo que estaba por venir. Podía sentir cómo mis fluidos empapaban la tela, dejando un rastro brillante que reflejaba mi excitación. Mis labios vaginales, hinchados y sedientos, parecían suplicar por más, deseando que él arrancara esa barrera de encaje y me tocara sin restricciones.

El aroma de mi excitación llenaba el aire, un olor dulce y embriagador que parecía excitarlo aún más. Su respiración se volvió más pesada, más rápida, mientras sus dedos finalmente encontraban el camino hacia mi entrada. A través del encaje, podía sentir la punta de sus dedos presionando suavemente, probando, tentando. Mi cuerpo respondió con un espasmo involuntario, un gemido escapando de mis labios mientras me retorcía bajo su toque.

«Aaaaahhhhhhh…» , el sonido escapó de mi garganta antes de que pudiera contenerlo, un gemido ahogado que resonó en la habitación. Él sonrió, sabiendo el efecto que tenía sobre mí. Sus dedos se movieron con más firmeza, presionando contra mi clítoris a través de la tela mojada. «Mmmmmmmm… sí….síiiiiiiiiii” , otro gemido escapó, esta vez más profundo, más desesperado. Intenté controlarme, morderme el labio para no hacer tanto ruido, pero era inútil. Cada caricia enviaba nuevas oleadas de placer que me hacían temblar.

«Shh…» , susurró él,  callándome,su voz grave y dominante, como si quisiera recordarme que este momento era solo nuestro. Pero no podía evitarlo. Mis gemidos se volvieron más agudos, más entrecortados, mientras su pulgar comenzaba a trazar círculos lentos y tortuosos sobre mi clítoris.

«Ngh… ahhhhhhhhhhh…» , jadeé, mis caderas moviéndose involuntariamente hacia su mano, buscando más fricción, más contacto.

Podía sentir cómo mi cuerpo comenzaba a tensarse, cada músculo preparándose para el clímax que se avecinaba. «No… espera…» , murmuré entre gemidos, pero él no se detuvo. Sus dedos se deslizaron más abajo, encontrando mi entrada. Con un movimiento lento pero seguro, deslizó un dedo dentro de mí, provocando un gemido gutural que resonó en la habitación. «Ahh… sí…» , suspiré, mis manos aferrándose a las sábanas mientras mi cuerpo se arqueaba hacia él.

El ritmo de sus dedos aumentó, entrando y saliendo de mí con una cadencia perfecta que me hacía perder el control. «Mmm… más… por favor…» , supliqué, mi voz apenas un susurro entrecortado. Mis gemidos se volvieron más frenéticos, más desesperados, mientras sentía cómo el orgasmo se acercaba. «Ahh… ahhh… ¡ahhh!» , grité finalmente, mi cuerpo convulsionando bajo su toque mientras una ola de placer me inundaba por completo.

Él no dijo nada, simplemente observó cómo me deshacía bajo su tacto, sus dedos aún moviéndose lentamente dentro de mí mientras yo intentaba recuperar el aliento. Mis gemidos se transformaron en pequeños suspiros, mi cuerpo relajándose poco a poco mientras la tensión se disipaba.

—Me fascina cómo intentas mantener el control zorrita de colegio —dijo en un susurro oscuro, agitado, su sonrisa torcida reflejando la batalla que yo misma no podía negar.

Sus dedos se deslizaron, otra vez,  lentamente hacia el interior de mi vulva cremosa y ardiente , explorando cada pliegue con una precisión que me hizo perder el control antes de que mi mente pudiera procesarlo. Mi cuerpo reaccionó por instinto: mis caderas se arquearon involuntariamente, buscando más contacto, más presión, más de él. Era como si mi carne lo reconociera incluso antes de que yo misma lo hiciera.

Cuando su primer dedo se deslizó dentro de mí, sentí cómo mis labios vaginales se abrían poco a poco, cediendo ante su toque firme pero cuidadoso. Estaban hinchados, sensibles, y cada roce enviaba pequeñas descargas eléctricas directamente a mi núcleo. Podía sentir cómo mis jugos comenzaban a fluir, humedeciendo sus dedos mientras él los movía con una cadencia deliberada, entrando y saliendo de mí con una lentitud tortuosa. Era imposible ignorar el calor que irradiaba de mí, un calor que parecía aumentar con cada segundo que pasaba.

El primer dedo fue solo el comienzo. Cuando añadió un segundo, sentí cómo mi entrada se estiraba ligeramente, adaptándose a su tamaño. Mis paredes internas se contrajeron alrededor de sus dedos,como si quisieran retenerlo dentro de mí para siempre. Cada movimiento era una invasión perfecta, una mezcla de placer y urgencia que me hacía temblar. Podía sentir cómo sus dedos se mojaban con mis jugos, lubricando sus caricias mientras él profundizaba aún más.

Mis jugos vaginales eran abundantes, derramándose sobre sus dedos como una prueba irrefutable de cuánto me estaba afectando. El sonido húmedo de sus movimientos, un suave «shhlick-shhlick» , llenaba el espacio entre nosotros, mezclándose con nuestros jadeos entrecortados. Era casi hipnótico, como si ese sonido fuera una melodía que me arrastraba más y más hacia el abismo del placer.

Mi coño parecía tener vida propia, expandiéndose y contrayéndose al ritmo de sus dedos. Sentía cómo cada embestida alcanzaba puntos dentro de mí que nunca había imaginado, despertando sensaciones que no sabía que podía experimentar. Mis músculos internos se tensaban alrededor de sus dedos, tratando de absorber cada ápice de su contacto. Era como si mi cuerpo supiera exactamente lo que necesitaba, incluso cuando mi mente estaba completamente perdida en la tormenta de sensaciones.

Sus dedos se movían con una mezcla de delicadeza y dominio, alternando entre embestidas profundas y lentas caricias circulares que rozaban mi punto G. Cada vez que sus yemas presionaban ese lugar mágico, sentía cómo mi cuerpo se estremecía, como si estuviera al borde de algo inmenso e inevitable. Mis gemidos se volvieron más agudos, más desesperados, mientras mi respiración se convertía en una serie de jadeos entrecortados.

En medio de todo esto, mi mano buscó, desesperadamente,  su erección. La rodeé con firmeza, sintiendo su calor y su dureza contra mi palma. Mis dedos se movieron lentamente desde la base hasta la punta, explorando cada centímetro de su longitud. Su respiración se cortó por un segundo, y un gemido bajo escapó de sus labios. Era mi pequeña victoria en este duelo de poder. Me estaba metiendo mano descaradamente, pero también estaba tomando el control de otra manera, asegurándome de que él sintiera tanto placer como yo.

El contraste entre sus dedos dentro de mí y mi mano alrededor de su erección creaba una danza erótica de poder y sumisión. Cada movimiento de sus dedos me llevaba más cerca del clímax, mientras que cada caricia de mi mano lo hacía gemir más fuerte. Era un intercambio mutuo, un juego donde ambos ganábamos.

Finalmente, cuando sus dedos encontraron un ritmo implacable, sentí cómo mi cuerpo comenzaba a tensarse. Mis labios vaginales palpitaban alrededor de sus dedos, y mis paredes internas se contraían con fuerza, preparándose para el orgasmo que se avecinaba. Mis gemidos se convirtieron en gritos ahogados, y mis caderas se movían frenéticamente contra su mano, buscando más fricción, más contacto, más de todo.

La multitud seguía apretada contra nosotros. Algunos pasajeros miraban hacia afuera, otros estaban absortos en sus teléfonos. La cercanía física era tan normal que nadie notaba que la intensidad entre nosotros no era casual, sino intencionada. Sin embargo, yo podía sentir cada mirada periférica, cada posibilidad de ser descubierta, como un recordatorio constante de lo prohibido.

Mis dedos se movieron con más ritmo, aumentando la presión, provocando que su cuerpo se tensara aún más. El tranvía frenó con fuerza, y su cadera se inclinó hacia mí, presionándose contra mi mano en un movimiento que me robó el aliento. Mi falda ya no era una barrera; era un accesorio inútil en este juego de deseo que él controlaba, pero que yo también dirigía a mi manera.

Su mirada se encontró con la mía. Era una mezcla de advertencia y admiración, como si no pudiera creer que yo, una colegiala de último año, lo tuviera al borde del abismo en medio de un tranvía abarrotado.

—Si sigues así… —su voz era un gruñido bajo, sus palabras apenas formadas por el deseo—. No voy a poder contenerme.

Lo sabía, y no me importaba. La humedad entre mis muslos era un incendio que apenas podía contener, y el pulso frenético bajo mi mano era un recordatorio de lo cerca que estábamos del límite.

Cuando el tranvía se detuvo bruscamente en la siguiente parada, su cuerpo se tensó por completo. Su rostro permaneció inexpresivo para los demás, pero yo podía sentirlo ceder, podía sentir cómo ese control implacable se rompía bajo mis dedos.

Su susurro fue apenas audible entre el ruido del vagón:

—Eres un peligro, zorra… pero no puedo detenerte.

Me mordí el labio, sintiendo una mezcla de triunfo y deseo mientras mi mano continuaba su descenso final, llevándolo al borde mientras el mundo a nuestro alrededor permanecía ajeno a lo que realmente estaba ocurriendo.

* * *

La atmósfera del tranvía era un caos perfecto: un lugar donde lo mundano y lo ardiente colisionaban. Cada rostro a nuestro alrededor parecía perdido en su propia monotonía, ajeno a la tormenta que rugía entre nosotros. Pero yo sentía sus ojos. Su mirada era como una garra que se aferraba a mi alma, arrancando cada inhibición que aún intentaba mantener.

Mis labios vaginales, hinchados y palpitantes, se abrían bajo su toque, como si supieran que él tenía el poder de llevarme al límite. Sentía cómo sus dedos se deslizaban entre ellos, cubiertos por mi humedad, lubricando cada caricia con una precisión casi obsesiva. Era imposible permanecer quieta; mi cuerpo se movía instintivamente, buscando más de él, deseando que sus dedos se enterraran más profundamente en mí.

«Estás tan mojada…» , susurró, su voz cargada de lujuria, mientras sus dedos exploraban más allá, acariciando la entrada de mi vagina. La punta de uno de sus dedos se deslizó dentro de mí, apenas unos centímetros, pero fue suficiente para hacerme soltar un gemido ahogado. «Tan apretada… tan caliente…»

El contraste entre el calor abrasador de mi interior y el frescor del aire acondicionado del tranvía era embriagador. Sentía cómo mis paredes internas se contraían alrededor de su dedo, como si quisieran retenerlo para siempre. Mis piernas temblaban, y mi respiración se volvió errática, jadeante. Cada movimiento de sus dedos enviaba ondas de placer que resonaban en mi vientre, en mis muslos, en cada fibra de mi ser.

«Por favor…» , supliqué, mi voz apenas un susurro roto. No sabía qué estaba pidiendo exactamente, pero él lo entendió. Sin previo aviso, deslizó dos dedos dentro de mí, llenándome por completo. Mis caderas se arquearon hacia él, buscando más profundidad, más contacto. «Así… justo así…» , gemí, mientras él comenzaba a moverse con un ritmo constante, entrando y saliendo de mí con una cadencia que me hacía perder el control.

Su pulgar encontró mi clítoris nuevamente, dibujando círculos lentos pero implacables. El doble estímulo era demasiado para mí. Sentía cómo mi cuerpo se tensaba, cómo cada músculo se contraía en anticipación del orgasmo que se avecinaba. «Voy a correrme…» , advertí, mi voz temblorosa, casi irreconocible.

«Hazlo, yaaaaaaaa!” ordenó, su voz baja pero firme, mientras aumentaba la velocidad de sus dedos. «Quiero sentir cómo te corres en mi mano.»

Y entonces, llegó.

¡Uuuuuuhhhhhhhhhhhhhhhhhh!  Una oleada de placer me inundó, tan intensa que pensé que me partiría en dos. Mis paredes internas se contrajeron alrededor de sus dedos, apretándolos con fuerza mientras mi cuerpo se sacudía en espasmos incontrolables. Gemí contra su hombro, mordiendo la tela de su chaqueta para ahogar el sonido. «¡Dios!» , grité en silencio, mientras el orgasmo me consumía por completo.

Pero él no se detuvo. Siguió moviendo sus dedos dentro de mí, prolongando mi placer hasta que pensé que no podría soportarlo más. Cuando finalmente retiró su mano, sentí cómo mi humedad goteaba sobre el asiento del tranvía, un recordatorio tangible de lo que acababa de suceder.

«Eres insaciable,» murmuró, llevándose los dedos a la boca y chupándolos lentamente, saboreando mi esencia. «Me encanta.»

Mis mejillas ardieron de vergüenza y excitación al verlo hacer eso. Pero antes de que pudiera decir algo, el tranvía frenó bruscamente, sacudiéndonos a ambos. Nos miramos a los ojos, y en ese instante, supe que esto no había terminado. No todavía.

Cuando su glande mojado y palpitante comenzó a abrirse paso en mi cuerpo, el mundo pareció detenerse por completo. El aire dentro del vagón se volvió denso, casi tangible, como si pudiera cortarlo con las manos. Cada respiración mía era superficial, apenas suficiente para llenar mis pulmones mientras sentía cómo su calor invadía mi intimidad centímetro a centímetro. Era lento, deliberado, pero cargado de una necesidad cruda que latía entre nosotros como una promesa indecente.

La presión inicial fue casi eléctrica, como un choque que recorrió cada nervio de mi ser. Mis labios vaginales, húmedos y ansiosos, lo envolvieron con una avidez desesperada, contrayéndose a su alrededor como si intentaran reclamarlo por completo. Sentí cómo su grosor estiraba mi carne, marcándome con su forma, haciéndome suya de una manera que no podía ignorar. Mi mano izquierda aferró el borde de su abrigo, buscando algo a lo que aferrarme mientras mi cuerpo reaccionaba con un estremecimiento profundo, visceral.

El balanceo del tranvía se sincronizaba perfectamente con cada embestida, creando una coreografía inesperada e íntima. La tela de mis bragas de seda y encaje, aunque ya desplazada, seguía rozando mi piel, aumentando la sensibilidad con cada movimiento. El contraste entre la frialdad del ambiente y el calor abrasador de su miembro dentro de mí era un choque que amplificaba mi necesidad. Cuando su mano derecha, grande y posesiva, se aferró a mi cadera, guiándome con movimientos lentos pero firmes, supe que ya no había vuelta atrás.

El sonido metálico de las ruedas del tranvía vibraba a lo lejos, como un eco distante que apenas competía con el ritmo acelerado de nuestras respiraciones. Podía escuchar el leve jadeo que escapaba de sus labios, una melodía entrecortada que parecía cargar con el peso de su rendición. En ese instante, mi pecho subía y bajaba lentamente, ligero, casi flotante, como si acabara de compartir algo tan sagrado como prohibido.

Él gimió, pero su voz se deshizo en suspiros profundos:

—Dios mío… esto es increíble —susurró cerca de mi oído, con palabras impregnadas de incredulidad.

Su energía, antes contenida como una presa a punto de romperse, fluía ahora libre y desbordante. Mis sentidos, embriagados por la intensidad del momento, captaron el aire saturado de un aroma cálido y almizclado que parecía encapsular lo que habíamos compartido. No era solo su olor, era nuestro. Una fragancia íntima e imborrable.

Mis ojos buscaron los suyos, y lo que encontré me estremeció. Había en su mirada una mezcla cruda de perversión, oscuridad, gratitud y vulnerabilidad, como si se enfrentara al abismo de una puerta abierta que nunca planeó cruzar. Pero también vi mi propio reflejo: una batalla interna entre la necesidad de control y el deseo de rendirme a algo más grande que yo misma.

Mientras mis dedos trazaban un camino deliberado sobre su piel, una oleada de poder recorrió mi cuerpo. Sentí cómo mi control, mi fuego, se concentraban en ese toque. Y él lo sabía; podía verlo en la forma en que sus ojos se aferraban a los míos, un grito silencioso de deseo.

La tela de mis bragas no podía ocultar la reacción de su piel: el vello erizado, los músculos tensos bajo la superficie. La sensación era deliciosa. Su respiración, que en un principio era un susurro errático que llenaba el aire como una melodía rota, se transformó en un jadeo profundo que parecía brotar desde lo más hondo de su ser. Sus caderas se movían ahora en un ritmo propio, buscando más de mi toque, reclamando cada milímetro que su verga se atrevía a explorar. La electricidad que nos envolvía era casi tangible, como si el aire estuviera cargado de chispas a punto de explotar.

Mis dedos, firmes y seguros, se deslizaron más allá de la última barrera de tela, encontrándose con la calidez abrasadora de su piel. Le apreté las bolas duras y pesadas con rabia a veces, con delicadeza en otras. Eso provocó que su erección palpitara aún más en cada penetración. Lo sentía como si su cuerpo entero estuviera reclamando ese momento, esa conexión que nos había consumido por completo. Podía sentir cada contracción, cada temblor que se extendía desde él hacia mí, mientras me follaba en un flujo de energía que parecía unificar nuestras respiraciones y pulsos en un solo latido frenético.

El bullicio del tranvía continuaba a nuestro alrededor, pero todo lo demás se desvaneció. Solo existíamos él y yo, atrapados en una burbuja de placer prohibido que parecía no tener fin.

El vaivén del vagóna me envolvía como una danza hipnótica, cada movimiento sincronizado con mis caderas, intensificando el roce de nuestra conexión prohibida. El espacio público no era un impedimento; al contrario, era un amplificador del riesgo, un recordatorio constante de que cualquier mirada curiosa podría descubrirnos en cualquier momento. Pero eso… ufff, solo lo hacía más irresistible. Sentía cómo mi cuerpo se calentaba aún más, casi como si el peligro alimentara mi deseo.

En un instante, su verga salió de mi vagina, y mi mano derecha, rápida e instintiva, trazó un camino descendente hasta cerrarse con fuerza controlada alrededor de su polla dura. La sentí contra mi palma, firme y húmeda, escurriendo líquidos seminales calientes como si todo su cuerpo ardiera desde dentro. La textura sedosa de su piel contrastaba con la rigidez de su deseo, una mezcla que sabía que se grabaría en mi memoria para siempre. No veía su cara. Solo sentía su verga mojada, hediendo a semen y cloro amoníaco azucarado. Entonces, la guié de vuelta a mi concha ansiosa.

—No pares —murmuró entre dientes malolientes, sus caderas moviéndose instintivamente, buscando más de mi contacto. No necesitaba palabras para rogar.

Aumenté la presión de mis músculos uterinos, contrayéndome en un ritmo que combinaba lo cruel y lo sublime. Cada jadeo suyo era un triunfo, cada contracción un recordatorio del poder que yo tenía sobre él en ese instante. Levantaba el culo, facilitando la penetración. Mi propio cuerpo respondía a esa energía, el calor entre mis blandos y pálidos muslos se encendía a cada segundo. Sentía cómo mi humedad se mezclaba con su respiración agitada, un circuito peligroso de anhelo que nos vinculaba en un espacio ínfimo.

Cuando sacó su verga de mí por completo, dejándola expuesta, la atmósfera del vagón se tornó sofocante, como si todo el aire se hubiera cargado con la electricidad del momento. Sentí el vacío que provocó dentro de mí.

“Me voy a correr,” confesó, con voz ronca aguardientosa  y su mirada, oscura y hambrienta, se clavó en la mía mientras sus dedos firmes guiaban mi mano hacia él, marcando el ritmo exacto que exigía su cuerpo. Era una coreografía salvaje y desesperada, un juego perverso en el que cada segundo parecía desafiar cualquier límite moral que quedara.

Lo vi inclinarse hacia mí, su aliento caliente rozando mi cuello mientras murmuraba entre jadeos palabras que solo aumentaban la presión en mi vientre. «Quiero que me veas acabar, aquí, delante de todos, mientras nadie lo sabe… excepto tú.» Su voz era un gruñido bajo, cargado de lujuria y desafío. Yo seguía utilizando su abrigo para protegernos de las miradas.

“¿Pero cómo?” pensé angustiada.

Entonces, con un movimiento calculado y desvergonzado, deslizó su verga entre mis muslos, presionándola contra mi piel caliente mientras su ritmo se volvía frenético. Era una paja entre mis muslos. La escena, en el vagón, era un caos perfecto de deseo y control calculado. Mientras él frotaba su verga, mi respiración se detuvo un instante. El movimiento lento con el que sacaba su glande, húmedo y brillante, parecía deliberado, una provocación directa que me obligaba a mantener la mirada fija en él.

El glande, con algunas manchas oscuras, hinchado y pulsante, brillaba con un tono perlado que reflejaba la intensidad del momento. Una gota translúcida de líquido preseminal se acumulaba en su punta, como un destello que capturaba la luz tenue del ambiente y la transformaba en un espectáculo erótico. La textura tersa de su corona parecía casi esculpida, un contraste exquisito con las venas marcadas a lo largo del tronco que latían bajo la piel estirada a cada movimiento. Estaba hipnotizada por cómo la piel sensible de su glande desaparecía y reaparecía entre mis muslos apretados, firmes y pálidos. Cada vez que su corona hinchada asomaba, un calor abrasador subía desde mi vientre hasta mi rostro, mientras mis muslos se apretaban involuntariamente, luchando por contener la tormenta de deseo que se acumulaba dentro de mí.

Sus movimientos eran deliberados, lentos, como si quisiera que cada aparición de su punta fuera un recordatorio de su poder. Al avanzar un poco más, sus bolas rozaron mis muslos con una calidez abrasadora, dejando una sensación húmeda en mi piel. Su respiración pesada llenaba el espacio entre nosotros, sincronizándose con los latidos frenéticos de mi pecho.

Mis manos, instintivamente, buscaron realizar dos tareas al mismo tiempo: cubrirnos con su abrigo y palpar parte de su longitud, sintiendo cómo se hinchaba más con cada roce, con cada pulsación que lo recorría como una corriente eléctrica. Al hacerlo, podía notar cómo su cuerpo entero se tensaba, como si su glande fuera el epicentro de una fuerza incontrolable, un imán que atraía todo mi ser hacia él.

Mi mano derecha, temblorosa pero decidida, cubría nuestro flanco derecho, ocultándolo de cualquier mirada curiosa, mientras él, con la esquina de su abrigo, protegía el lado izquierdo. Era un pacto silencioso entre nosotros: un juego de lujuria envuelto en clandestinidad.

La humedad de su punta, mezclada con el calor que irradiaba, me atraía como un imán. Mis dedos deseaban rozarlo, explorar cada centímetro, pero me contuve, deleitándome en el espectáculo de su glande apareciendo y desapareciendo, brillando bajo las luces titilantes del vagón.

Cada movimiento suyo me apretaba más contra la pared del vagón, y cada punzada parecía una invitación descarada, cada aparición de su glande un recordatorio de lo prohibido y lo inminente. El deseo latía entre nosotros, amplificado por el riesgo de ser descubiertos, mientras el mundo a nuestro alrededor seguía girando, ajeno al incendio que consumía cada fibra de mi ser.

Levanté un poco la falda colegiala —breve y plisadamente vaporosa, casi imperceptible— para liberar aún más la piel de mis muslos. El roce del aire frío contra mi calidez me estremeció, pero también me preparó para recibirlo. Él, sin soltarse, dirigió la punta inmensamente cabezona contra la cara interna de mis piernas, frotándose ahí con una mezcla de urgencia y reverencia.

Podía sentir la presión irregular de su erección en la suave curva interna de mis muslos, y cada acometida, más un temblor que un movimiento brusco, me enviaba una descarga eléctrica de placer contenido. Mi mano lo acompañaba, marcando el ritmo, arrastrándolo hacia un desenlace que ya se intuía.

De pronto, sus caderas se agitaron en un espasmo incontrolable.

Cuando estuvo al borde, su mano liberó un último movimiento deliberado, afirmándose en mi cadera, y su polla entre mis muslos apuntando hacia la pared del vagón con intención descarada.

En la penumbra del vagón, esa erección brillaba con un tono perlado entre mis muslos. Entonces entendí que quería más que mi caricia: quería mostrarme, en su máxima vulnerabilidad, cuánto lo dominaba ese deseo.

—Dios… no puedo más —gruñó, ladeando la cabeza con los ojos entrecerrados. —Me corro… puta zorra de colegio.

El primer chorro caliente fue como un río abrasador que marcaba mi piel, un recordatorio indeleble de su rendición absoluta. Mis labios, entreabiertos por un jadeo sofocado, sintieron gotitas de esa liberación salpicarme, llenándome con la intensidad de su clímax. Su mirada nunca dejó mi nuca, cargada de una mezcla de triunfo y adoración que electrificaba el aire entre nosotros.

Cada espasmo de su cuerpo era un eco de su placer, y cada gota de su esencia parecía reclamarme de una forma que era a la vez salvaje y degradante. La humedad se acumulaba en mi piel, el calor impregnando el aire mientras el tranvía continuaba su trayecto, ajeno al caos de lujuria que habíamos creado en nuestro pequeño rincón de oscuridad y pecado. Pero aún le faltaba más…

—Ohhhhhhh… ¡ahoraaaaaa! —soltó con un jadeo ronco, apretando los dientes como si quisiera ahogar un grito.

Y entonces sucedió. Su verga palpitó con una vehemencia casi dolorosa, y esa descarga surgió con un latido brutal, tibia, húmeda, derramándose entre mis muslos. El calor de ese líquido, espeso y blanco, se deslizó sobre mi piel, trazando surcos de una intimidad que jamás podrá deshacerse. Cada pulso posterior pareció interminable, como si su cuerpo entero se vaciara de golpe en esa ofrenda. Sentía el golpeteo final de su abdomen contra mi espalda baja y mis nalgas, mientras mis dedos lo dirigían con precisión para que siguiera liberándose sin interrupción.

En ese instante cargado de tensión, lo sentí alcanzar el límite. Su cuerpo entero se tensó, sus manos buscaron desesperadamente algún anclaje, y un gemido profundo y gutural escapó de sus labios: «¡Aaaahhhhhhhhhhhhhh… síiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! ¡Por favor, más!»

El segundo o tercer espasmo llegó como una ola, una contracción poderosa que recorrió toda su figura. Sentí el calor húmedo estallar contra mis muslos que le apretaban, constriñendo su polla. La evidencia física de su rendición era absoluta, cada pulso una confesión, un grito silencioso de placer incontrolable.

La liberación posterior fue intensa, pero menos espesa; eran pequeños torrentes que parecían no tener fin. Sus caderas seguían moviéndose instintivamente, buscando más contacto, prolongando el momento tanto como fuera posible. Mis dedos permanecieron ahí, firmes cubriendo el flanco izquierdo y cuando podía, guiando su pene a través de cada segundo de éxtasis, mientras su cuerpo temblaba bajo mi control.

El aire alrededor de nosotros era ahora espeso, cargado de una mezcla embriagadora de deseo y satisfacción. El tranvía seguía su curso, indiferente al pequeño universo que habíamos creado dentro de él. Mientras él recuperaba el aliento, sus ojos, vidriosos y llenos de gratitud, buscaron los míos. En su mirada, vi algo más que placer: vi rendición, vi a un hombre despojado de todo salvo de la verdad del momento.

A su vez, mi respiración se aceleró con el éxtasis de saber que lo había llevado hasta allí, sin necesidad de penetración, solo usando mi tacto y la curva de mis piernas para provocar esa explosión. Lo sostuve hasta el último espasmo, notando cómo sus gemidos guturales se transformaban en un suave temblor, casi un suspiro rendido.

Cuando todo se calmó, mis piernas estaban marcadas con viscosa y blanquecina esencia seminal. Noté que sus dedos, ahora, se aferraban con debilidad a mi cintura, como si no quisiera separarse ni un milímetro. Mi mirada se encontró con la suya; sus ojos ardían todavía, velados por la intensidad del orgasmo.

Lo ayudé a guardar su verga, aún sensible, dentro de su pantalón. El tranvía continuó su traqueteo indiferente al pequeño universo de lujuria que habíamos creado. Me alisé la falda y pasé una mano por mis muslos, extendiendo la calidez de sus fluidos casi como una caricia de despedida; su aliento me seguía, casi suplicante, mientras la realidad se imponía a nuestro alrededor.

Mientras limpiaba mi mano con un gesto pausado, usando su abrigo, una sonrisa apenas perceptible se dibujó en mis labios. Sabía que este momento no solo quedaría grabado en su memoria, sino también en la mía. Había logrado algo más que su liberación: había conquistado su voluntad, su deseo, su ser entero. Y en esa pequeña victoria, sentí una satisfacción que ningún vaivén del tranvía podría borrar.

Así, en medio del vagón, sellamos ese instante prohibido: una marca física y mental que lo perseguiría en cada sacudida del tranvía y más allá, en cada latido que lo conectara con mi recuerdo ardiente.

Me llevé los dedos a los labios, saboreando el rastro salado que había dejado en mi piel, un gesto deliberado que captó su atención. Sus ojos, oscuros y todavía vidriosos por el clímax, me miraron con una mezcla de incredulidad y adoración.

—Eres… increíble, maldita puta zorra —susurró, su voz aún rota por el esfuerzo.

—Y tú también, turco caliente —respondí, inclinándome para susurrar esas palabras cerca de su oído.

Sabía que había dejado mi marca en él, no solo en su cuerpo, sino también en su mente. Este momento no sería solo un recuerdo, sino una necesidad, una adicción que lo perseguiría mucho después de que el tranvía llegara a su destino.