Esposa infiel le gusta coger

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Despedí a mi marido con un beso. Y me iba a volver a la cama cuando sonó el timbre de la puerta. Suspirando resignada, me puse el desavillée y fui a atender. Era el viejo del segundo. Tenía la misma expresión de sátiro desenfadado que lucía siempre que tocaba a mi puerta. Ya sabía a lo que venía, inútil resistirme.

Desde la primera vez en que me hizo suya lamiendo mis intimidades supe que no tenía caso oponerle resistencia. Así que obedientemente me encaminé al dormitorio, con don Jorge siguiendo mis pasos. El hombre no me agradaba, especialmente por su viciosa actitud de lamerme mi conchita con su larga y caliente lengua. Pero temía que armara un escándalo, y resignadamente me acosté de espaldas, con mis muslos bien abiertos y las rodillas altas, apoyadas en mis talones, dispuesta a sufrir una nueva vejación.

El viejo hundió su cabeza entre mis muslos. Y comenzó a besarme el coño, con suaves mordiditas y cortas lamiditas. Y comencé a sufrir. Cuando comenzó a sacar la lengua y hundirla en ardientes lamidas en mi intimidad, comencé a gemir. El hombre aferraba mis caderas con sus fuertes manos, como para asegurarse la fijación de mi vagina. Lo que más me molestaba eran las sensaciones que me producía con su boca. Detestaba la excitación que me producían sus lengüetazos, y me retorcía mientras procuraba disimularla. Y el muy bestia continuaba con sus lengüetazos, cada vez más rápidos, calientes y profundos. Y yo seguía gimiendo, ¿por qué tenía que sufrir esto? Pero así ha sido mi vida, sufrir siempre de los abusos de los hombres.

Cuando se concentró en mi clítoris me sentí perdida. ¡Yo era una mujer casada y no estaba bien lo que me estaba pasando! Con los gruesos labios de su caliente boca, don Jorge, apretó mi clítoris, agasajándolo con una apasionada succión, mientras su lengua, algo áspera, me lo lamía con sadismo, al saber los efectos que, contra mi voluntad, me estaba produciendo. Y el asqueroso viejo prosiguió, indiferente a mis jadeos y débiles protestas, haciéndome gemir cada vez más fuerte, hasta lograr un gran gemido que me llenó de vergüenza. Pero no le bastó con haberme humillado de semejante manera, y continuó aplicándose con sus despiadados besos, chupadas y lamidas, que renovaron mis ardores, y con ellos mis jadeos y suspiros, llevándome a otro gran gemido mientras mi cuerpo temblaba y se estremecía. Y cuando creí que todo había acabado para mí, recomenzó de nuevo. Así tres veces.

Cuando sacó su cara de mis intimidades tenía los ojos brillantes y mis pendejos repartidos por su cara pegoteados por mis jugos, se irguió triunfante al lado de mi cuerpo derrengado, y sacando su tremenda tranca, se la comenzó a cascar con su mano derecha, hasta derramar generosamente sobre mi cuerpo gruesos chorros de espeso semen que regaron mi cuerpo desde mis cabellos y mi cara hasta mis rodillas, pasando por mis tetas, mi vientre, pubis y especialmente sobre el vello púbico y entrepierna. Después, riéndose, guardo su aparato en el pantalón y se fue, satisfecho de su avasallamiento.

Me quedé desparramada sobre la cama. Pensando en mi marido y en cuanto lo amaba, mientras saboreaba el semen que me había caído en los labios.

Pero no me podía quedar mucho más en la cama, tenía que hacer muchas cosas ese día. Luego de lavarme, decidí vestirme para salir a la calle. Me puse mi faldita roja, que me queda un poco cortona y apretada ya que estoy ligeramente gordita, y mi remerita amarillo naranja, que marcaba quizás en demasía mis pechos que ya tenían dos tallas más que en el momento en que la había comprado. Pero no tenía nada mejor que ponerme, así que, qué remedio.

Cuando salí del ascensor en la planta baja, me encontré con Gonzalo, el encargado, quién sin vacilación alguna me agarró de un brazo, empujándome al sótano. Una vez adentro, cerró la puerta con llave y me apretó contra unas cajas, comenzando a besarme mientras con sus grandes manos apretaba mis tetones a través de la remerita. No supe como resistir. Gonzalo es un hombre de unos treinta y cinco años, con un cuerpo musculoso y enérgico. Mi respiración comenzó a agitarse a pasos agigantados, y entre jadeos le pedí que recordara que yo era una mujer casada, pero Gonzalo me comió la boca, mientras revolvía su lengua en la mía. Y no pude seguir explicándole. Y tampoco recordaba muy bien que era lo que quería explicarle. Yo me desconcentro mucho en esos casos.

Y Gonzalo continuó como si tal cosa. Sacó su gruesa poronga, me arremangó la pollera y corriéndome la braguita, me ensartó sin la menor consideración. Si no fuera por la abundante lubricación que sus besos y manoseos me habían producido, me hubiera dolido. Pero no tuve tiempo de reflexionar en todo esto, porque Gonzalo comenzó a meter y sacar su tranca con todo el entusiasmo que mi cuerpo le producía. Yo tenía toda la intención de resistirme, pero no pude ponerla en práctica, porque sus intensas fricciones me producían tales sensaciones que no pude concentrarme para impedirle nada. Y cuando en un profundo empellón final su tranca enterrada comenzó a pulsar, y sentí los calientes chorros en mi interior, la vergüenza fue tan grande que mi vagina entró a dar intensas contracciones y entre estremecimientos le ordeñó hasta la última gota. Cuando lo sacó, su enorme nabo seguía erecto y humeante.

Temerosa de que Gonzalo quisiera seguir, procuré detenerlo: «¡Deténgase, Gonzalo, yo amo a mi esposo, y no está bien que hagamos esto!» Pero él ya me había dado vuelta, sacándome la braguita y dejándome el precioso culo al aire, comenzó a refregarme el nabo contra la raya. Por lo menos, en esta posición podía hablar. «¡Yo no soy una mujer infiel, Gonzalo!» Pero él se había aferrado a mis tetas y me las amasaba con entusiasmo. «Yo… es… toy… enamo… rada… de… mi… es… po… so…» Pero, involuntariamente, mis nalgas se abrían anhelantes ante las caricias de su nabo. «¡Muy… e… na… mo… ra… da… Ro… ber… to…!» alcancé a gemir, pero ya su miembro había encontrado la entrada de mi agujerito, y facilitado por la lubricación de su propio semen, comenzó a penetrármelo. No supe como detenerlo. Es más, mi ano comenzó a abrirse, contra todos los deseos de mi voluntad. Y el muy atrevido, abusándose de la situación, siguió penetrándolo hasta tenerme completamente ensartada. «Él ha… sido… mí úni… co… hom…bre…» traté de hacerle entender, pero él ya había comenzado con el vaivén del mete y saca. Y con los dedos de sus manos acariciaba mis pezones mientras me amasaba los pechos. Y para colmo, mi culo abierto, respondía a sus empellones, como si tuviera voluntad propia. «Noso… tros… es… tuvi… mos de no… vios… siete… años… sin… te-tener… rela… cio… nes… has… ta… el casa… mien… toooo…» La voz se me quebraba un poco, porque una no es de fierro, pero continué con mi alegato, aunque sin otro resultado que un mete y saca más entusiasta por parte del viril encargado. Así que me resigné a sufrir una nueva vejación.

Y con gesto estoico seguí ofreciéndole el culo y aceptando los apasionados apretones de sus dos manotas sobre mis tetones. Pensando en la humillación de estarle haciendo esto a mi marido, que en esos momentos estaría trabajando en la oficina, se me produjo un gran rubor, tan grande, que terminé con un largo gemido mientras mi orto le apretaba el enardecido miembro, con tanto cariño que enseguida lo sentí inyectándome sus chorros hasta lo más profundo de los intestinos. Me quedé recibiendo hasta el último chorro y ambos nos quedamos así como estábamos, con su grueso nabo ablandándose lentamente dentro de mi agujerito negro, ahora agujero, claro. Cuando finalmente me lo extrajo, hizo un ruido de «¡plop!» un poco vergonzante. Luego él me dio vuelta y abrazándome hundió su lengua en mi boca, como para demostrarme su agradecimiento. Yo lo dejé hacer, porque a esas alturas no tenía sentido ya presentar resistencias. Y me pareció que no estaba mal dejarle expresar su afecto. Más aún si tenía en cuenta que sus efusiones de afectos se repetían varias veces por semana desde hacía dos años cuando nos habíamos mudado al edificio. Así pues, ya no tenía mucho sentido tratar de que el pobre hombre recapacitara sobre los aspectos poco éticos de su conducta tan reiterada. Me puse la braguita, y con la sensación de su leche calentita en mis entrañas, le di un beso amable y me encaminé a mis actividades del día.

Cuando llegué a mi trabajo, el Doctor Martínez todavía no había llegado, así que me puse a revisar las llamadas guardadas en el teléfono que estaba sobre mi escritorio, y a anotar los turnos de los pacientes.

En eso llegó Gustavito, el hijo intermedio (de 16) del doctor. «Mi papá me manda avisarle que llegará dos horas tarde, Julita». «Gracias» le contesté parcamente. Porque es un chico un poco atrevido, y no deseaba animar ideas raras en él. Así que me encaminé al fichero para ordenar las fichas de los pacientes. Pero fue inútil, el chico se paró atrás mío y comenzó a acariciarme las nalgas. «No hagas eso, Gustavito» le amonesté sin darme vuelta. Pero el chico no entendía las buenas maneras. Y continuó sobándome el culo como si tal cosa. Yo continué como si no sintiera nada, a ver si así desistía. Pero nada. Y continuó con sus caricias, cada vez más sensuales, hasta que mi culo comenzó a acusar recibo. «¡Ay, Gustavito… ¡ ¡Qué chico este…!» pero ya me estaba gustando la sobadita. «¡Vamos al consultorio!» me instó el chico, apoyándose contra mis glúteos. Ahí pude sentir algo duro presionando entre ellos, lo que debilitó algo mi voluntad. Y me dejé llevar hasta el consultorio, esperando que el chico se diera cuenta de lo inapropiado de su conducta. Pero él continuó agarrando mi culo, esta vez a manos llenas. Y yo me dije que no había modo de detener tanto entusiasmo, al punto que yo misma comenzaba a entusiasmarme. «Es casi un niño», me dije, «esto no puede llamarse infidelidad… » Así que lo dejé levantarme el delantal y continuar su sobada sobre mis nalgas al aire, cubiertas apenas por las braguitas. «¡Julita…!» me estremecí al escuchar su voz ronca y caliente en mi oído. Quizá fue eso lo que hizo que le permitiera sacarme las braguitas. «Bueno», me dije, «hace ya tres años que jugamos este jueguito, desde que él tenía doce…» Y sentí su dedo penetrando en mi ano, como la primera vez que jugamos. «¡Qué lindo culo que tenés, Julita!» me dijo con voz ronca. «¡No uses ese lenguaje, jovencito!» le amonesté, pero dejé que me introdujera un segundo dedo. «Hoy lo tenés agrandado, Julita… » y me metió un tercer dedo. «¡Vaya, me parece que está listo para recibir algo más gordo…!» «¡No te atre… vas!» Tuve que interrumpirme al sentir su nabo reemplazando los dedos. El chico tiene un buen nabo y, aunque todavía no ha terminado su crecimiento, sentí que me iba llenando el agujero a medida que me lo penetraba. Otra vez mi culo se abrió, ofreciéndose a la penetración. Mi culo parecía independiente de mi voluntad. Y mientras el chico me lo iba cogiendo, volví a pensar que sólo era un niño, y que lo conocía desde sus doce años, así que eso no podía considerarse infidelidad. Pero al chico seguramente no le importaban mis reflexiones, y le daba al mete y saca que era un gusto. Yo soporté pacientemente su trabajo, pero pronto comenzaron a nublárseme los ojos. Sentía su duro nabo, con la cabeza descubierta, dentro de mi orto, y sus movimientos me despertaron unas sensaciones que atribuí a la ternura que me producía el jovencito. Y el siguió con el mete y saca a un ritmo cada vez más intenso, y yo dejé escapar algunos gemidos acompañando su entusiasmo. Y en eso sonó el teléfono. Era mi esposo. Para comentarme que no iba a venir a almorzar. Le contesté con una voz muy dulce que el atribuyó a lo bien que me caía su llamado, aunque la voz venía acompañada por algunos gemidos producidos por el maravilloso trabajo que Gustavito me estaba haciendo, y no sé a que puede haber atribuido Benjamin esos gemidos. Pero a estas alturas ya no podía controlar mucho mis reacciones, ni tampoco me importaba. Al fin de cuentas tenía muy claro que a eso no podía llamársele infidelidad, así que tenia la conciencia tranquila. Y cuando cortamos, me entregué a las sensaciones que ese nabo joven me estaba brindando. «Agarrame las tetas, Gustavito… ¡» le susurré entre jadeos. Y agarrándose a mis tetas el chico se afanó en su serruchada, y pronto pude sentir sus chorros dentro mío, lo que me produjo tan intenso rubor que todo mi cuerpo se estremeció alcanzando la cúspide del placer. Pero Gustavito no sacó su miembro de mi orto. Continuaba tan duro como al principio. Y yo me resigné. Habría de pasar de nuevo por todo el proceso. Esta vez tardó un poco más, lo suficiente como para hacer que mis ojos se empañaran dos veces. «¡Gus… ta… vi… to…!» exclamé con la voz ronca y los ojos vidriosos, conmovida por el modo con que el chico me había expresado su cariño. «Te veo mañana, Jarim » me dijo el chico luego de meterse su aparato dentro del pantalón. «Sí, mi cielo… » suspiré, y se fue, cerrando la puerta.

El doctor llegó, tal como había anunciado, a los dos horas. «¡A mi consultorio, Jarim!» me ordenó entrando como una tromba. Lo seguí. Cuando entré, ya estaba apoyado contra la camilla, con el semirrecto miembro afuera del pantalón. «¡Tenemos poco tiempo!» me urgió. «¡El primer paciente es en veinte minutos!» Así que rápidamente me puse de rodillas y con las manos le acaricié y pajié el miembro hasta ponérselo bien duro y parado. Entonces me lo metí en la boca, saboreándolo encantada. «Es mi jefe» pensé «y hacemos esto cada mañana, forma parte de mi trabajo, así que esto tampoco puede considerarse como infidelidad… » Y le mamé el nabo con devoción, agarrándoselo con ambas manos, y todavía sobraba un buen pedazo, y el enorme glande descubierto, que lamí y chupé con fruición. Era bueno saber que eso no era infidelidad, sino las turbias sensaciones que me producía chupar ese nabo, no habrían estado bien. Él movía suavemente mi cabeza con su mano. Mi respiración se había acelerado de locura. No sé por qué me ponía así cada mañana, cuando le mamaba su tremendo nabo. Pero mi visión se había vuelto turbia, y los gemidos me salían por sí solos, previendo el desenlace final, que ansiaba como loca cada mañana. Por fin llegó y su poronga se hinchaba en mi boca emitiendo gruesos chorros de espeso semen. Eso fue todo para mí. Tragué hasta la última gota y luego quedé sentada, con los ojos vidriosos, y la respiración desencajada. El doctor me hizo arrodillar nuevamente, y limpiando su miembro contra mis mejillas me dijo «Ahora podés irte, putita. A lo mejor más tarde te cojo bien cogida… » Me gustó su afectuoso comentario, y me dije que habiendo tanto afecto, eso no podía llamarse infidelidad.

La mañana continuó normalmente, con varios pacientes en la sala de espera, y el doctor atendiendo en su consultorio, cuando llegó Alberto, el hijo mayor del doctor. Alberto tiene 26 años y es un poco más alto que el padre, que ya es alto. Pero es más musculoso. En verdad me siento atraída por él. Pasó al dispensario. » Jarim «, me llamó, «¿podría venir un momento, que no encuentro el yodo ni los antibióticos?» «Ya mismo, doctor». Y entré, cerrando la puerta detrás mío. El muchachón no perdió tiempo. Tomándome por la cintura me dio un tremendo beso, mientras con la otra mano me amasaba los pechos. Siempre actuaba así, y ante tanta decisión yo no sabía como oponer resistencia. «¡Te quiero en bolas, Jarim!» Y me sacó el delantal y la ropa que llevaba abajo, dejándome sólo con los tacos altos. «Está bien, Alberto, pero tené en cuenta que amo a mi marido… » le advertí. «Sí, sí, claro» dijo él, prendiendo su hambrienta boca a mis pezones. Yo gemí, por lo intenso de la situación.

Ahora la otra mano acariciaba mis nalgas, haciéndome sentir como un juguete en sus manos. «Me volvés loco, preciosa» musitó antes de ponerse a comerme la boca. Y yo sentí que él también estaba volviéndome loca. Pero le había recordado que amaba a mi marido, así que me sentí más tranquila, mientras él me metía mano por todas partes. ¿Qué podía hacer yo para detenerlo?, pensé mientras una de sus manos acariciaba apasionadamente mi coñito. Y ahí perdí el control de mis pensamientos. Con esa mano arreció contra mi clítoris y me hizo derretir contra toda previsión mía al respecto. Y su lengua se removía en mi boca. Bajé mi mano y encontré su nabo, ya fuera del pantalón, en furiosa erección. Por raro que esto pueda parecer, eso me produjo un orgasmo, acaso por el pensamiento de que mi Benjamin no tenía un miembro tan grande, pero que igual yo lo amaba. Pero Gonzalo no se detenía, seguía manoseándome el pubis, y pellizcando los pezones de mis enormes tetas. De pronto me alzó, sentándome en la mesita de cuero, de tal modo que mi ojete quedó al alcance de su nabo, que ni lento ni perezoso, atacó mi agujerito ya tan transitado esa mañana. Con tres embates me lo enterró hasta el fondo. Y mientras continuaba con el sobeo de mis tetas, y la chupada de mi boca, cogida también por su lengua, le dio al vaivén del mete y saca, haciéndome poner los ojos vueltos hacia arriba por el placer que me daba. Su pelvis iba y venía y yo me sentía como una mariposa ensartada, totalmente a disposición de lo que este vigoroso muchacho quisiera hacerme. Empecé a naufragar de orgasmo en orgasmo. El último lo tuve justo cuando pensaba que al único hombre que amaba era a mi marido, y que esto no podía considerarse infidelidad. Y mientras trataba de recordar la cara de mi marido, con mi boca apretada contra el musculoso pecho de Gonzalo, húmedo por la transpiración, me corrí irremisiblemente, justo cuando él empezaba a impulsar sus potentes chorros de semen en mi extasiada conchita.

Me dejó insegura sobre mis pies con tacos altos, totalmente desnuda, y salió de la salita.

Tenía que salir a atender a los pacientes, pero el asunto me había excitado tanto que con mis dedos me acaricié hasta correrme dos veces, con lo que me tranquilicé un poco, aunque no lo suficiente. Por suerte ya faltaban pocos pacientes, así que terminaría de tranquilizarme con la prometida cogida del doctor.

Volví al teléfono justo para atender a mi marido. Ya no quedaban pacientes en la sala de espera. «Hola, mi vida, estaba pensando en vos» y la idea me calentó tanto que tuve que meter mi mano por debajo del escritorio para acariciarme mientras hablaba. A medida que charlábamos, yo iba avanzando hacia un orgasmo. Por suerte, en eso se abrió la puerta del consultorio y se fue la última paciente. El doctor cerró la puerta detrás de ella y sacó del pantalón su nabo que ya estaba erecto. Yo miraba esa maravilla mientras continuaba tratando de mantener una conversación coherente con mi marido.

«Sí, mi vida. ¿Estás con mucho trabajo en la oficina…?» El nabo del doctor ya se había puesto a la altura de mi cara, erguido en todo su esplendor y potencia. No pude menos que darle un beso con mucho chuick, «Te mandé un besito, mi vida, ¿lo recibiste?» y comencé a chuparle el nabo que emanaba su siempre maravilloso olor. «Sí, mi cielo, ahora yo te mando otro, Chuick» me respondió mi único amor. Como yo seguía mamando esa jugosa poronga, mi marido insistió:

«¿Lo recibiste?» «Mmmmhhhp» le respondí sin sacar la poronga de mi boca. El doctor me sentó sobre el escritorio, dejándome la concha al aire. «¿Te mando otro?» preguntó mi único amor. «¡Sí, mi amor, mandame muchos besitos…!» le pedí, mientras el doctor me enterraba su tranca en mi tierno agujerito delantero. Del otro lado se escuchaba «chuick, chuick, chuick, chuick…» Y yo comenzaba a jadear, tratando de no hacerlo muy ostensible. «¿Los recibiste?» preguntó mi único amor. «Quiero más…» musité con la voz algo ronca, por las sensaciones que me estaba produciendo el nabo del doctor, y en ese momento terminó de enterrármelo hasta el fondo, haciéndome dar un jadeo. «Aquí van más, mi mimosa… chuick chuick chuick chuick… » y siguió mandándome besitos por la línea, mientras el doctor me mandaba su enorme nabo por mi canal delantero. Yo comencé a jadear y gemir sin recato, impactada por las tremendas sensaciones que me provocaba la tranca del doctor. Después de cien chuicks más la vocesita de mi esposo me dijo «¿Los recibiste?» «¡Síi!» Gemí con voz ronca, casi como un rugido. «¡No sabés… que tan… adentro… me… están… llegando…!» le jadeé como pude. Y el doctor comenzó a darme cada vez más duro. «¿Querés que te mande más?» dijo mi marido con voz pícara por el teléfono. «¡Síii, mandámelos bien mandados… !» Y el doctor me la mandó hasta el fondo, produciéndome un irresistible orgasmo que me hizo imposible seguir sosteniendo el teléfono. Con mis ojos turbios me sumí en un apasionado beso de lengua con mi jefe. Alcancé como pude el auricular y me lo acerqué a la oreja «…chuick … chuick… chuick… » seguía la voz de mi marido.

«Bueno, mi vida, tengo que seguir trabajando» Y le colgué. Y pasando mis brazos por el cuello del doctor le pegué mis tetonas contra su pecho desnudo y nos entregamos al beso que nos estábamos dando.

Me puso su nabo nuevamente enhiesto, entre mis tetonas y me los cogió hasta llenarme la cara de leche. Luego me la dio por el culo, que había recibido un montón de atenciones ese día, lo que me llenaba de gozo. Acabé un montón de veces, hasta que mi jefe me lo enterró hasta el fondo del orto, ya muy abierto, a esa hora del día, y me lo llenó de leche que fue a mezclarse con las otras que tan generosamente me habían inyectado.

Mientras me vestía lentamente, tratando de reponerme de tanto trajín, una duda acudió a mi mente: «¿Usted piensa, doctor, que esto que estuvimos haciendo puede llamarse «infidelidad»? le pregunté mientras él todavía acariciaba mi culo y mis labios con sus manos llenas de olor a sexo. «De ninguna manera, Jarim, quédese tranquila. Contésteme una pregunta: ¿Usted ama a su marido?» «Sí, es el único hombre que amo.» «¿Ve lo que le digo?» respondió con voz triunfal. Y en un arranque de protección me llevó la cabeza hasta su gran falo, nuevamente erecto, de modo que no tuve más remedio que chupárselo de nuevo.

«Esto es trabajo», agregó él, moviendo su tranca dentro de mi boca, «y el trabajo no es infidelidad, siga chupando.»

Y con la conciencia ya tranquila, se la continué mamando.

A mi me cuesta mucho resistirme a los hombres apasionados. Odio la infidelidad y jamás le he sido infiel a mi marido. Al menos voluntariamente. Aunque he tenido que sufrir algunos atropellos de parte de otros hombres. Y ahí no se que hacer, no se como evitar que me falten el respeto. Por eso ayer por la mañana, después que despedí a mi amado esposo que se iba a trabajar, no volví a la cama, ya que siempre a esa hora me tocaba el timbre don Jorge, el viejo degenerado del segundo piso. Y tampoco me puse el desavillé, pues a qué ser recatada con alguien que te chupa la concha todas las mañanas. Así que me quedé sentadita al lado de la puerta, en tetas y con sólo mi bombachita puesta.

Hoy no me tocaba mi trabajo de secretaria médica, sino que tenía otras actividades programadas.

El timbre. Di un saltito y abrí la puerta. Aquí estaba don Jorge, la misma expresión sucia de siempre. Cerré la puerta y sin mediar palabra me encaminé, como todas las mañanas al dormitorio, con el asqueroso viejo detrás, sobándome la cola.

Me saqué la bombachita y me extendí de espaldas, con las piernas recogidas y abiertas, resignada ya a esta vejación cotidiana.

Recuerdo la primera vez. Don Jorge me ayudó a subir las bolsas de las compras que me habían traído del Super mercado. Yo vi. algo sucio en la forma en que me miraba los pechos a través de la breve remerita que siempre uso, pero no podía dejar de agradecer su gentileza. Pensé que el pobre hombre no era culpable de la cara de viejo lascivo que portaba.

Pero me equivoqué. Apenas dejamos las bolsas en el piso del living comedor de mi departamento, don Jorge me empujó hasta el sofá, y sin dar vueltas me quitó la faldita y me arrancó las braguitas. «¡Pe-pero, qué hace!» le pregunté alarmada. «¡Vos callate, putita!» y tomándome de las nalgas me hizo caer de espaldas y enterró su cabeza entre mis muslos y comenzó a besarme la intimidad. «¡¡Don Jorge …!!» exclamé, presa de la mayor de las alarmas. Y también presa de sus manos que me tenían completamente atrapada. Y su lengua había comenzado a trabajar. «¡¡… don… Fran… cis… co… !!» repetí un poco agitada por la vergüenza que me estaba produciendo la situación. El hombre tenía la lengua muy gorda y la movía con una sensualidad inesperable en un hombre de aspecto tan repugnante. Lamía en círculos en el interior de mi vagina y con los pelos de su barba me rozaba el clítoris produciéndome unas sensaciones que me hicieron ruborizar.

El desgraciado me tenía bien atrapada y se estaba abusando de la situación. Sentí que sin el menor decoro mi concha se estaba llenando de jugos. Es así, las conchas no son decorosas, tuve que reconocer con la mayor vergüenza. Pero yo sí que tengo decoro. Y aún con la respiración cada vez más agitada, decidí apelar a su sentido de la ética. «¡No… si… ga… don… Fran… cis… co…! ¡Yo… soy… una… mu… jer… ca… sa… daaa!» La voz se me quebraba un poco por las sensaciones que estaba sintiendo. Ahora su lengua se alargaba lamiendo las profundidades de mi vagina. Y sus dedos se habían engarfiado en mis caderas. «¡Y… es… toy… ena…mo… ra… de… mi… es… po… so…!» Pero el hombre no hacía caso. Y ahora su boca se estaba ensañando con mi clítoris. Y mi cuerpo había comenzado involuntariamente a temblar. Con mis manos agarré su cabeza, para apartarlo tirando de sus cabellos. Pero una extraña debilidad me diluyó la fuerza de los brazos. Mi respiración estaba cada vez más y más agitada. «¡¡¡… noooh… don… Jorge… !!!» protesté con la voz ronca. Pero el hombre había añadido una succión y lengüetazos cada vez más rápidos sobre mi clítoris. ¡¡… qué sufrimiento… !! ¡Estaba soportando la mayor humillación de mi vida! ¡Yo, una mujer felizmente casada y amada por su marido! Y esa boca implacable y caliente en mis intimidades, vejándome de semejante manera… «¡¡¡¡… don… Fran… cis… co… no… me… ha… sen… tir… esas… cosas…!» le supliqué, pero el hombre, enfebrecido con mi concha, sólo respondió con un bramido ronco y prolongado. «¡… es… toy… muy… ena… mo… ra… de… Ar… man… dooo… y… él… nose… no… se… me… re… ce… ahh… ahhhh… aaahhhhhh… ¡¡¡¡aaaahhhhhh!!!!!» terminé en un largo gemido que fue casi un grito. Y me despatarré, quedando completamente desmadejada. A través de la neblina de mis ojos lo vi parado frente a mí, con su enorme verga empalmada oscilando ante mis ojos. ¡Ay, Dios mío! Pensé para mis adentros. ¿qué me espera ahora? Pero don Jorge no tenía en sus planes poseerme. En cambio, comenzó a pasar su tremenda tranca por todo mi cuerpo que se puso con piel de gallina. Frotó mis tetones a través de la remerita, lo que hizo que se me erizaran los pezones. Me pasó la polla por la línea de separación de mis nalgas, por el vello púbico en la unión de mis piernas, y a mí la respiración había comenzado a agitarse una vez más. Me frotó con ella las axilas, los huecos a los costados de la garganta, y las mejillas, la boca y la nariz, y no pude evitar sentir su fuerte olor de macho dominante, y mi cuerpo recomenzó con sus temblores. Después de paseármela por toda la cara, incluyendo las orejas, el muy bestia se sentó sobre mi estómago, y levantando la liviana telita de mi remera, acomodó su tranca entre mis tetonas, «¡Apretámela, puta!» y llevando mis manos hacia los costados de mis tiernos meloncitos los usó para apretarle el nabo. Y moviéndolos hacia atrás y adelante comenzó a usarlos para masturbarse. Yo estaba cada vez más agitada y ruborizada. El ver aparecer ese enorme glande al ritmo de sus amasadas, me estaba poniendo fuera de mí. Cada vez que nuestros ojos se enfrentaban podía ver su sonrisa burlo y eso me hacía subir el rubor cada vez más. «¡Yo sabía que eras una buena putita, nena!» Y yo sentía el grosor de su caliente verga entre mis melones y el movimiento que sus manotas imprimían a los mismos, y sentí que los ojos se me iban para arriba. Me sentía muy vejada por ese hombre con su terrible sonrisa y su más terrible pedazote, mucho más grande que el de mi marido, pensé, y fue justo en ese momento, cuando estaba haciendo la comparación en la que mi marido estaba perdiendo, que de su glande comenzaron a salir gruesos chorros de semen que me bañaron la cara. Y entonces, sin poder evitarlo, me corrí. Y algunos de sus chorros entraron en mi boca abierta por el orgasmo. «¡Desde la primera vez que te vi esperaba el momento de jugar con mi verga en esos tremendos tetones que tenés. Y sabía que te ibas a dejar, como buena puta que sos!» No supe qué contestarle, porque tenía la boca llena de semen y, como no me atrevía a tragar, lo estaba gustando con la lengua.

«¡Cuando se vaya tu marido, ya sabés lo que te espera por las mañanas!» Y salió por la puerta, dejándome despatarrada en el sofá y sin fuerzas para levantarme.

Pero reconocí que yo no tenía culpa alguna en lo que había ocurrido. ¿Qué culpa tiene una chica tan enamorada de su marido, si un viejo perverso y asqueroso, aprovechándose de su muy superior fuerza, se abusa de ella? Ninguna, me respondí. Yo no había hecho nada para provocarlo y no había tenido modo de detenerlo. La próxima vez que viniera, algo se me ocurriría para detener sus avances.

Pero no se me ocurrió nada. A la vista de su desagradable expresión, una extraña debilidad se apoderaba tanto de mi cuerpo como de mi mente, y lo dejaba hacer conmigo lo que quisiera. Nunca le conté a mi marido, porque hubiera podido interpretarlo como una infidelidad de mi parte. Y habría tenido que contarle del tamaño de la polla de ese bestia, lo que hubiera sido una humillación para él.

Así que la visita con abuso y vejación de ayer a la mañana era algo acostumbrado. Es más, si no fuera por que eso sería infidelidad, diría que era una costumbre a la que me había habituado, al punto que cuando no se producía, sentía que algo me había faltado. Pero no lo digo, porque una esposa decente no debe acostumbrarse a cosas así.

Cuando se fue el viejo me quedé sentadita al lado de la puerta sin vestirme, ya que había quedado sola. Tenía todavía las manchas de su semen fresco sobre las tetas y el pubis, y una ligera sensación de insatisfacción. El viejo me había hecho alcanzar dos orgasmos, e iba en camino del tercero, cuando él consiguió el suyo y se fue. De modo que cuando tocó nuevamente el timbre, casi me alegre. Había venido a completar el trabajo, pensé. Así que salté a abrir la puerta, no digo alegra, pero sí ansiosamente resignada. Y no me vestí. ¿Qué sentido tiene vestirte `para un hombre que acaba de verte desnuda?

No era el viejo. Era el sodero. Un hombre de unos treinta años, muy simpático y atlético, que venía todas las semanas a cambiar las botellas vacías por las llenas. Yo había observado algunas miradas pícaras hacia mis tetones, las otras veces. Y estoy segura de que iguales miradas había merecido de su parte mi culo cuando involuntariamente lo contoneaba, llevando los sifones a la cocina. El hombre nunca había intentado propasarse, porque sabía que yo era una mujer casada, y él sabía mantener su lugar.

Pero esta vez no. Cuando abrí la puerta completamente desnuda, abrió sus ojos como dos huevos fritos. Y se posaron sobre mis grandes y parados tetones con manchas de semen. Y me dio tanta vergüenza que se me pararon los pezones. Traté de tapármelos, mis manitas son demasiado chicas para semejante tarea, pero igual traté. Y su mirada fue hacia mi pubis, viendo las manchas de semen fresco. Traté de taparme el pubis, pero entonces mis tetones quedaron al aire, balanceándose. «¡Espéreme un momento, Marcelo, que voy adentro a ponerme algo!» Y le di la espalda, aunque creo que él sólo me miraba el culo. La verdad es que tengo un culo muy sexy, pero en ese momento no tenía modo de tapármelo. Sentí el ruido de la puerta de entrada al cerrarse. Y sabía que, como siempre que entraba los sifones, Marcelo estaba adentro del departamento.

Fui al dormitorio, tratando de que mi culo no se bamboleara demasiado, a buscar algo que ponerme. El dormitorio estaba en una semi penumbra, de modo que me costó un poco encontrar mis ropas desparramadas por el suelo. (La noche anterior había venido un compañero de mi esposo para hacerme compañía porque Benjamin había tenido que acudir a un velorio, y las cosas se nos fueron un poco de las manos…) Cuando me incliné para tomar la falda sentí el pantalón de Marcelo contra mis nalgas, y algo muy grande y duro presionando entre ellas. Me quedé helada, bueno «helada» no es exactamente la palabra, pero me quedé, como si esperara a ver que seguía. Y lo que siguió fue Marcelo me agarró los melones con ambas manos, mientras apretaba su tranca contra mis glúteos. La situación me escandalizó, pero sus manos apretaban mis pitones y la circulación comenzó a fluir hacia ellos. Pude comprender al pobre muchacho, la situación lo había desbordado, no podía culparlo. La cuestión era como detener sus avances, ya que no soy de esas mujeres que engañan a sus maridos. Mientras intentaba pensarlo, Marcelo había comenzado a besarme el cuello, mientras su polla se refregaba contra mi culo y sus manos seguían haciendo maravillas sobre mis enormes glándulas mamarias. Naturalmente, todo esto me hacía difícil el concentrarme en mis pensamientos. «Marcelo» comencé con la voz un poco agitada por la respiración, «no interpretes mal la situación…» y entonces sentí la piel se su caliente nabo directamente en contacto contra la de mis nalgas. Era un atrevimiento de su parte, pero no sabía como decirle, ya que su aliento en mi cuello me producía extrañas sensaciones. Y ni hablar del masaje que me estaba dando en los tetones. Así que abrí la boca, pero no me salió nada: el nabo de Marcelo se había colado entre mis muslos y me estaba frotando el coño. Lancé un «¡Hoohhh…!» no muy adecuado para desanimarlo. Y me quedé centrada en las sensaciones que su enorme polla me estaba produciendo con sus frotaciones. Pensé que él podía mal interpretar esas vacilaciones mías, así que con un esfuerzo de concentración volví a mi mensaje: «No sigas, Marcelo, que soy una mujer casada…» la voz me salió un poco baja, de modo que no supe si me había escuchado o no, pero cuando intenté repetir el mensaje en un tono más alto, su nabo había encontrado la entrada de mi vulva y me estaba penetrando. La verdad es que los jugos que salían de mi indiscreta concha se lo estaban facilitando bastante. Y nuevamente me estaba costando concentrarme para encontrar las palabras. Para colmo de males, mi culo, que toma sus decisiones por cuenta propia, se había empinado permitiendo que su nabo penetrara completamente en mi concha. Y sus manos seguían amasándome los tetones. Y sus jadeos calientes en mi cuello que aportaban también su cuota en cuanto a distraerme. Pero lo intenté de nuevo. «Marcelo, Mar… ce… li… to…, yo… amo… a… mi… es… po…soo… » Pero Marcelo había iniciado un rítmico vaivén, haciéndome sentir su poronga hasta la garganta. La situación era inadmisible. Aquí estaba yo, desnuda al lado del lecho conyugal, mientras que este muchacho ¡me estaba cogiendo! Pensé en mi amado Arturo, que si bien no tenía un nabo tan grande como el de Marcelo, era mi único amor. Pero no lograba recordar la cara de mi amado Benjamin, y en su lugar aparecía la imagen de cómo se vería la enorme tranca que sentía serruchando dentro de mí. Naturalmente, no podía permitir que eso continuara, ya que aceptarlo hubiera sido consentir una infidelidad. «¡Basta, Marcelo, Mar… ce… li… to…! ¡No… si… gas… co… gien…do… me… así… asíiiii… ahh… aahhh… aaahhhh… aaaaahhhhh!» y contra toda mi voluntad me corrí mientras las paredes de mi concha saboreaban el hermoso invitado que las visitaba. Marcelo se corrió entonces espectacularmente. Sus chorros de leche salían con tal intensidad que parecía que nunca iban a terminar. Y otra vez, de nuevo involuntariamente, volví a correrme.

Bueno, por lo menos la tortura había terminado. Y yo no le había sido infiel a mi querido Arturo, porque todo había ocurrido contra mis mejores intentos de impedirlo.

Me quedé jadeando todavía, aunque un poco alarmada, porque su tranca seguía tan parada como al meterla.

Me di vuelta para tranquilizar al muchacho de la culpa que debía estar sintiendo. Al fin de cuentas lo habían dominado las hormonas y además debía hacer mucho tiempo que el estaba juntando ganas conmigo. «Marcelo» le dije, sintiendo su erecto nabo contra mi vientre, «no debés culparte por lo que ha ocurrido… no fue culpa de ninguno de los dos…» Pero no pude seguir, Marcelo atrapó mi boca con la suya y, mientras sus fuertes manos se agarraban de mis nalgas, comenzó el más apasionado beso que jamás me hubieran dado. Su boca rodeaba la mía apretándola mucho, mientras su lengua recorría el interior. Mi lengua se prendió a la suya en una alegre respuesta, y no sabía como hacer para detenerla. Debe haber sido un beso de veinte minutos, no te miento. Y yo sentí que perdía la cabeza. No supe bien cuando ni como mi mano se prendió a su tranca, pero en cierto momento me di cuenta de que estaba agarrándosela con pasión. Pero entonces pensé en mi marido y aunque no lograba recordar bien su cara, el pensamiento me libró de culpa. El beso era tan intenso que empecé a correrme nuevamente. Por eso no sé muy bien como fue que llegamos a la cama y aunque estábamos frente a frente, él en vez de meterme su tranca por mi coñito, comenzó a dármela por el ojete. Entre los jugos que manaban de mi concha, los que emitía su polla y los restos de semen que la embadurnaban, no le costó abrirme el ojete hasta el fondo. Su abdomen frotaba mi clítoris y las ricas entradas y sacadas que me estaba dando este apasionado soderito, hicieron que tuviera que recurrir muchas veces al recuerdo de mi amado esposo para no incurrir en pensamientos de infidelidad. A veces me olvidaba que era lo que estaba tratando de recordar, porque los empellones de Marcelo y las sensaciones que me producían en el culo me desconcentraban un poco, pero creo que en conjunto logré mantener los pensamientos de pureza en desmedro de los pecaminosos. Cuando Marcelito comenzó a aumentar el ritmo de sus vaivenes comencé a correrme una y otra vez, hasta que en la frenética serruchada final me quedé abrazando su culo con mis piernas mientras los poderosos espasmos de mi acabada me libraban de toda conciencia. Afortunadamente pude sentir como su polla me llenaba el culo de leche calentita y espesa.

Nos quedamos así, tendidos, con él arriba mío y su herramienta en mi orto, haciéndome sentir deliciosamente ensartada. Marcelo comenzó a comerme la boca nuevamente, pero después de unos minutos procuré detenerlo. «Marcelo, Marcelito, recordá que solo podemos ser amigos, ya que soy una mujer casada y fiel a su esposo.» Marcelo emitió un gruñido de asentimiento y sacó su polla de mi culo, pero para enchufármela en el coño. «Así está mejor», le dije, «ya que el coño es más legal que el culo», Marcelo gruñó nuevamente. Y comenzó una nueva serruchada ante la cual tuve que recurrir muchas veces a la algo desdibujada imagen de mi marido, … ¿Cómo era que se llamaba…? …Ah, sí: Arturo… ¡¡Noo, Benjamin!! Y a la cuarta o quinta vez que me corrí, comprendí que lo que estaba haciendo estaba mal. De un salto me desensarté, y me quedé mirando el poderoso nabo de mi amigo, que se sacudía solo, en el aire. Él pobre no tenia la culpa de semejante potencia viril. Y compadecida de su situación me arrodillé a su lado en la cama, y comencé a besarle la poronga. La idea era aliviarlo, sin incurrir al mismo tiempo al pecado de la infidelidad a mi amado cónyuge. No me resultó desagradable, tal era la simpatía que sentía por este muchacho. Hasta diría que el olor me mareaba un poco, de un modo algo trastornante por lo placentero. Y le recorrí la poronga de la raíz a la punta muchas veces, con besitos y lamiditas. Y Marcelito comenzó a gemir. ¡Pobre! Me daba pena su sufrimiento, de modo que le metí un dedo en el ojete para distraerlo un poco del nabo, al tiempo que metí el mismo en mi caliente boca. Enroscaba su desnuda cabeza con mi lengua, como para degustarla bien, al tiempo que con mi dedito le iba cogiendo el culo. Me encantaba brindarle un servicio tan sumiso, como si estuviera adorando su nabo. Y él debía estar creyendo algo así –¡el pobre estaría creyendo que yo lo hacía por gusto!- porque de pronto su estaca comenzó a dar sacudidas dentro de mi boca, y de su grueso glande comenzó a manar leche que tragué con gentileza, aunque fingiendo pasión para no herir sus sentimientos. Y finalmente se lo succioné para sacarle hasta la última gota. Y sintiéndome una real bienhechora procuré recordar la imagen de la cara de mi amado Arturo, pero no lo logré. En vez de eso, de un modo totalmente inesperado, me corrí.

Ya más tranquilos, mientras jugaba con su poronga en mis manos, le expliqué lo de mi fidelidad, y por qué yo nunca había engañado ni engañaría a mi marido. Inesperadamente la tranca volvió a ponérsele dura, y contra todas mis protestas y expectativas me ensartó nuevamente por el culo, luego de ponerme boca abajo. Su pelvis rebotaba contra mis redondas pompis con gran entusiasmo. Pero esta vez no tuve un orgasmo, el que tuvo todos los orgasmos fue mi cuerpo, ya que yo estaba ausente, sumergida en un mar de sensaciones por cuya superficie pasaba a ratos una fotografía algo borrosa que bien podría haber sido de mi amado Arturo, aunque en esos momentos no recordaba su nombre.

Cuando retorné en mí, Marcelo estaba echado a mi lado, mirándome con cariño y admiración. «¡Sos la puta más puta de todas las que he conocido…! Podrías ganar una fortuna, si te dedicaras…»

Mejor es que no me tutee, Marcelo, conviene mantener las distancias. Por el qué dirán, ya sabe.

«Vuelvo el próximo jueves», me dijo ya desde la puerta.

Eran ya las cuatro de la tarde y decidí darme una buena siesta, me la merecía.

Y mientras me sumergía en el frescor de las sábanas recién cambiadas me sentí confortada por los pensamientos de inquebrantable fidelidad y pureza que me embargaban. Eso sí, antes de poder dormirme tuve que masturbarme varias veces, recordando los modos en que había defendido mi virtud ese día.

Esa mañana salí junto con Benjamin, mi marido, cuando iba rumbo a su trabajo. Yo, a mi vez, iba a buscar uno nuevo para los martes, jueves y sábados. Benjamin me tiene confianza, no me cela, nunca le he dado motivos, ya que soy una mujer muy fiel. Por eso nunca ha puesto objeciones a mi puesto como secretaria del doctor Martínez, que es un hombre muy guapo, al que muchas mujeres se le tirarían encima.

Pero no yo. Desde hace cuatro años asisto a su consultorio los lunes, miércoles y viernes, sin ningún contratiempo que pudiera afectar mi fidelidad. Cierto es que Gustavito, el menor, cuando tenía doce años se permitió algunas libertades conmigo, pero así son los niños, y a eso no se le puede calificar de infidelidad. El niño estaba en el despertar de sus hormonas, así que no podía culparlo por las frecuentes tocadas que le hacía a mis nalgas. «No hagas eso, Gustavito…» le recriminaba yo. Pero el niño seguía sobándolas con un entusiasmo contagioso.

De modo que después de media hora de eso, ya no le decía que no lo hiciera. Y así todas las mañanas, antes de que llegara el doctor. Poco a poco el niño fue tomando confianza, y pronto durante la sobada comenzó a sacar su nabo afuera del pantalón. Lo tenía bastante grande para su edad. Yo comprendí que si lo reprimía drásticamente, el pobre niño sufriría un trauma del que quizá no se recuperaría nunca. Así que lo dejé que siguiera sobándome el culo con su erecto nabo afuera.

Esa consideración mía hacia él debiera haberlo conformado, pero el chico siguió tomando confianza. Me levantaba el delantal de enfermera por detrás y continuaba su sobada sobre mis nalgas desnudas. «Gustavito, portate bien…» le decía yo en tono de reproche, procurando no hacerlo demasiado severo para no traumarlo. Pero el niño sabía que yo no quería lastimarlo, así que seguía. Cuando llegó a la etapa de restregarme su muy duro nabito por la cola, le dije: «¡Gus… ta… vi… too… e… so… no… es… ta… bi… en…!» Pero el niño no se detenía y continuaba hasta bañarme las nalgas con su lechita. ¡Así me expresaba su cariño ese pequeño! De cualquier modo a veces pienso que no debí permitirle tantas libertades.

Porque su siguiente antojo fue meterme su erecta pijita en el ano. Yo me rebelé a semejante cosa, y le dije que ni se le ocurriera y que… Pero el niño me tenía muy aferrada por el culo, y poniendo su no muy pequeña polla entre mis glúteos, no tuvo muchas dificultades para penetrarme el ano. Yo sentía como entraba y salía su joven barra de carne, con un entusiasmo creciente, y me dije que ya era hora de detenerlo. «¡Noo Gus… ta… vi… tooo…!» mientras sentía la movida que el niño me estaba dando en mi nabo, «¡No… es… ta… bien… que… mue… vas… a… así… taan… fuer… te… !» Me di cuenta que como recriminación no era muy buena, pero me estaba costando concentrarme y encontrar las palabras justas. Pero volví a intentarlo: «¡No… si… gas…» la voz se me había vuelto ronca y entrecortada «… por… que… por… que… ¡ahh!… yo… só… lo… tra…baaah… jo… y… ¡ahhh… ahhhh… aaahhhh…! Y… soy… u… na… mu… jer… ca… saaa… daaah… y ¡aahhh… aaahhhh… aaaaaahhhhhhhhhhhh!» y ya no pude seguir hablando. En el interior de mi ano la polla del nene estaba estaba pulsando y pulsando, echándome sus chorritos uno tras otro. Me quedé quietita, recibiendo sumisamente sus emisiones, hasta que el niño me la sacó.

«Gracias, Jarim» me dijo el pequeño, y luego de darme un beso en mis glúteos, me bajó el delantal y salió. Yo me quedé un poco confundida, pero a medida que mi respiración se iba normalizando, concluí que eso no podía llamarse infidelidad, ya que él era un niño, y además yo no había consentido su conducta. Así que me quedé tranquila, no era yo culpable de nada. Por eso permití de ahí en más que el niño se tomara esas pequeñas libertades con mi trasero, cada vez que yo entraba a trabajar. Es cierto que ahora tiene dieciséis años, y el tamaño de su polla se ha vuelto muy considerable.

También es cierto que sus eyaculaciones son muy copiosas, y que a veces tiene dos seguidas, sin retirar su polla. Y que yo tengo varios orgasmos durante el jueguito. Pero todo ocurre contra mi voluntad y por lo tanto no puede decirse que lo mío es una infidelidad. Que el niño tenga doce o dieciséis, o treinta –llegado el caso- no cambia la esencia del asunto.

Con su papá, el doctor, el criterio es el mismo. Todas las mañanas, apenas llega, me arrastra al consultorio y sacando su enorme tranca afuera me obliga a mamársela hasta que acaba en mi boca. Pero eso forma parte de mi trabajo cotidiano, de ninguna manera se trata de infidelidad. Lo mismo que la gran follada que suele darme a última hora, cuando ya se han ido los pacientes. Yo me siento obligada por temor a que tome otra enfermera. Además el modo avasallante en que actúa no me da lugar a resistirme. Y aunque, debo reconocer que me gusta, estoy segura de que no lo haría si no hubiera una relación laboral. De cualquier modo no le he contado nada de esto a mi marido, porque pudiera no interpretar correctamente la situación.

Y menos que menos le contaría las folladas que me da el hijo mayor, cuando a media mañana me llama al cuartito de los medicamentos y me avasalla tan completamente que soy un juguete en sus manos. Debo reconocer que Alberto me gusta, pero los orgasmos que tengo son completamente involuntarios. Así que tampoco con él soy infiel. Mi Benjamin puede quedarse bien tranquilo con la virtud de su mujercita.

El trabajo para martes, jueves y sábados era como secretaria de una masajista. Tuve que caminar algunas cuadras antes de encontrar la casa. Tenía una hermosa fachada, tan señorial como las demás casas de ese barrio señal de que a la masajista debía irle bastante bien. Tal vez pudiera sacar un buen sueldo, así que haría todo lo posible para obtener el trabajo. Sin dejar el otro, claro. Me había vestido de un modo sobrio pero encantador. Mi habitual remerita dos números más chicos que me talla, por lo cual se me marcaban un poco los pezones, y mi faldita cortona que tanto excita a los hombres. Por suerte esta vez sería el encuentro sería con una mujer, de modo que por suerte estaría libre del acoso masculino, del que me cuesta tanto defenderme. Toqué el timbre y me quedé esperando.

Me abrió la puerta la misma masajista, que me echó una mirada de arriba abajo, deteniéndose en los lugares convenientes de mi anatomía, lo que no dejó de sorprenderme algo. «Susana», se presentó, estrechando mi mano, para luego acercarse y darme un beso en la mejilla. La presentación me turbó un poco, pues al darme el beso los tremendos melones de Susana apretaron los míos. ¡Nunca había visto a una mujer con melones tan inmensos y tan parados! Yo tengo buenas tetas, pero las de ella eran algo nunca visto. Claro que esos enormes pechazos estaban a la altura de la dueña. Susana me llevaba media cabeza, de modo que me sentí pequeñita y en cierto modo dominada por esa gran mujeraza que me miraba desde arriba con una gran sonrisa en su boca gruesa y sensual. Así que la primera impresión que tuve de ella fue bastante abrumadora.

«Vos debés ser Jarim, pasá, pasá» y dando media vuelta me guió hacia adentro. No pude dejar de ver el tremendo culo que se gastaba, porque lo fue moviendo como para que mis ojos no pudieran ir a otro lado. Pensé si no lo estaría haciendo a propósito. Pero deseché la idea por absurda. Éramos dos mujeres, y las mujeres no se coquetean entre sí, pensé. Y la seguí, con la esperanza de caerle bien y conseguir el trabajo. Me sentía de un humor jovial, aunque los vaivenes de ese soberbio culo me inquietaron un poco.

«Esta es la sala de masajes» me mostró con un movimiento de mano, parándose al lado mío erguida en toda su estatura. No era una mujer que se encorvara para esconder sus poderosas tetas, sino todo lo contrario. Con su espalda recta y algo apretada hacia atrás, sus tetonas se proyectaban desafiantes hacia delante.

El tener esos enormes melones tan cerca de mi cara me puso un poco nerviosa. Más aún porque ella, mientras hablaba, los movía a derecha e izquierda, de modo que podía verlos balancearse dentro de la blusa, que estaba bastante tirante. Ella, como yo, parecía no necesitar sostén. Pero con esas tetonas costaba creerlo.

En los pocos instantes transcurridos desde que entré a la casa, la impresión que me produjo Susana, no dejaba de crecer. ¡¡Esa mujer era algo colosal!! Un rostro bellísimo, con un toque de perversión. Y unas tetazas y un culazo de novela. No sólo por lo enormes, sino por lo bien formados. Un cuerpo espectacular. Creo que ella seguía el curso de mis pensamientos, pues dando un par de pasos expuso su contundente anatomía ante mis azorados ojos.

«En esta camilla es donde hago los masajes, donde victimizo a mis pacientes» se rió con una sensual sonrisa de oreja a oreja. «Voy a alisar un poco las sábanas» dijo, inclinándose sobre la camilla, y dándome de paso una vista de primera fila de su soberbio culo. La impresión me hizo tragar saliva. «Bue-bueno…» comencé tratando de llevar mi mente hacia el objeto de mi visita «…yo tengo experiencia como secretaria de un médico y en el trato con pacientes…» «Sí, sí, enseguida vamos a eso» y siguió moviendo su contundente culo, y atrapando mi atención en él.

Luego, dando un saltito se sentó en la camilla. Su faldita se corrió, dejando una sustancial parte de sus muslazos al aire. Yo estaba entrando en pánico y se me cruzó el pensamiento de salir corriendo de allí, pero ¿qué excusa darle?

«Contame de tu experiencia» «¿Co-como secretaria…?» «Sí, empecemos por ahí, ya veremos por donde acabamos…» La doble intención del comentario me hizo sonrojar, cosa que provocó una divertida sonrisa en su rostro. «Bu-bueno…, hace cuatro años que…» pero no pude terminar, pues ella cruzó los muslos, y entonces vi. que no llevaba braguitas. Me quedé con la boca abierta. «Nunca las llevo» al parecer seguía leyéndome el pensamiento. «Son una demora a la hora de hacerme chupar la concha», me aclaró con naturalidad. «D-de chu-chupar l-la co-con…» «Sí, la concha o el culo, me gusta mucho hacérmelos chupar.» «Ah…» dije yo completamente ruborizada.

«La mayoría de mis pacientes termina chupándome el culo» agregó, mirándome con fijeza. «Algunas empiezan por las tetas, claro, pero otras se van directamente para abajo» «Ah…» comenté yo con un hilo de voz.

«¿En tu caso que preferirías?» me preguntó separando los muslos con las rodillas en alto, dándome una vista de sus dos agujeros. Me quedé muda viendo esa peluda concha y ese tentador ano. Por alguna razón que se me escapaba, la boca se me estaba haciendo agua.

«Bueno, no importa, ya veo que tenés que pensarlo» Y dando un saltito, se paró sobre sus pies y se me acercó hasta poner sus melones en contacto con mis tetonas. La respiración se me había agitado, y las rodillas me estaban temblando.

«O acaso preferirías empezar por chuparme una teta?» «Bue-bueno… yo en realidad… sólo vine a bu-buscar tra-tra… ba…» «Ya sé, ya sé» me cortó ella, tocando mi cuerpo con sus tetazas. «De eso hablaremos después. Ahora vamos a lo importante» Y abriéndose la blusa sacó una de sus tetas afuera. Poco a poco yo había ido retrocediendo hasta la pared, así que me tenía a su merced.´»A mí solo me gustan los hombres…» traté de aclararle. «Sí, sí, eso dicen todas…» dijo tapándome la boca con un grueso pezón. «Ahora chupá, a ver que tal lo hacés» El olor y el calor de su teta eran embriagadores, y toda mi visión estaba ocupada por ese tremendo melón que aplastaba mi rostro, y cuyo pezón me había entrado hasta la mitad de la boca. De modo que fué inevitable que tomara contacto con mi lengua. E instintivamente se lo comencé a lamer. «¡¡Asííí, nenita, muy bien…!!» y con las manos me sujetó la cabeza para aplastarme aún más la cara con su melón, comenzando a continuación a darme empellones, ¡me estaba cogiendo la boca con el pezón! Comencé a sentir un cosquilleo muy intenso en la vagina. Y la vista comenzó a nublárseme. Justo entonces me sacó el pezón y dio un paso atrás para mirarme. Tuve dificultad para enfocar su hermoso rostro. Y ella se dio cuenta. «¡Santo Dios! ¡Cómo te puse!» Yo traté de recomponerme como pude. Pero ella sabía que estaba en su poder.

«Bueno, ya vimos que chupándome un tetón casi te corrés. Ahora vamos a ver como te portás con mi culo…» Y bajando mi cabeza hasta la altura de su culo, comenzó a refregármelo en la cara. Yo veía pasar esos hermosos y enormes glúteos a izquierda y derecha, y con ellos me cacheteaba el rostro. ¡Nunca me habían hecho algo así antes! ¡Y ni sospechaba que pudiera excitarme tanto! A los pocos segundos me tenía besando y lamiéndoselos. «¡Ahhh… seguí así que el empleo es tuyo…!» Yo no entendía lo que me estaba pasando. Cuando ella comenzó a darme empellones con sus hermosos glúteos enterrándome la cara entre ellos, sentí una pulsión muy intensa en mis híjares y pensé que eso es lo que significaba verdaderamente la palabra «culear». ¡Me estaba cogiendo con el culo!

Y como ella siguió con sus empellones, me corrí, quedando sentada, con mi espalda apoyada en la pared. Susana siguió culeándome el rostro hasta que se vino, aplastando su ojete contra mi nariz, durante un momento interminable, lo que me puso nuevamente a mil. «¡Así está mejor…! ¡Siempre me siento más relajada después del primer polvo…!» Yo no conseguí articular palabra, totalmente dominada por esa mujer voluptuosa y tremenda. Flexionando un poco las rodillas, me puso la concha contra la cara. «Vamos a ver ahora, que tal me chupàs la concha, preciosa», y comenzó a rotarla sobre mi cara, sin que yo atinara a más que dejarla hacer. Después de unos momentos se irguió: «Aquí es un poco incómodo. Acostate boca arriba en la camilla» Obedecí a su mandato sumisamente. «Te voy a montar la cara, corazón» y vi., como esa gran concha bajaba sobre mi rostro, emanando un maravilloso olor que me privó de toda voluntad que no fuera la de lamer esa maravillosa vagina. «¡¡Ahhh, que bueno!! ¡¡ya estoy por acabarte en la cara…!!» Estaba empapada por sus jugos, y sentía sus pendejos pegados en mi rostro. Y cuando se vino yo tragaba como loca todo lo que me entregaba. Y me corrí irremisiblemente, tal era la excitación que me producía estar sumisa bajo su terrible lujuria.

«¡Gracias pichoncita, el empleo es tuyo, bien que te lo ganaste!» dijo con un suspiro de satisfacción. Yo creí que la entrevista había terminado, pero me equivocaba. «¡Ahora te voy a agradecer bien agradecida con una chupada de concha que de va a dejar loca!» Y separándome las piernas comenzó a darle a su gorda y caliente lengua. Yo me mordí los labios al acordarme de Benjamin, procurando evitar el placer para no serle infiel. Pero la lengua de Susana y su boca eran implacables. Con sus gordos labios atrapó mi clítoris y comenzó a succionármelo, mientras con tres dedos me cogía la concha. Mis jadeos fueron haciéndose más intensos, y mis gemidos fueron subiendo de tono. «¡Señor!» imploré para mis adentros, «¡Permíteme no sentir nada y seguir siendo fiel!» Pero a la mamada había agregado la lengua que me trabajaba el clítoris produciendo estragos en mi fe en Dios. Traté de recordar el rostro de mi amado Benjamin, pero Susana aumentó la frecuencia con que sus dedos me estaban cogiendo. ó la frecuencia con que sus dedos me estaban cogiendo, y la imagen de mi amado se diluyó detrás de las sensaciones cada vez más intensas de un escandaloso orgasmo que me llegó desde los cabellos hasta la separación crispada de los dedos de mis pies. Mi bajo vientre batía como si fuera un solo te tambor. «¡¡Qué acabada, mamita!!» Me quedé sin fuerzas para levantarme de la camilla, procurando encontrar un pensamiento que me dijera que yo no había sido infiel. Pero no venía ninguno. Así que me quedé esperando recuperar las fuerzas, para levantarme e irme. Pero me engañaba nuevamente.

Susana tendió su lujurioso cuerpo sobre mi cuerpo, haciéndome sentir sus lujuriosos melones, y comenzó a besarme en la boca, metiéndome su gorda lengua hasta la campanilla. Y me empezó a coger la trompa. Me sentí nuevamente caliente y dominada por su voluptuosidad, sin voluntad alguna para resistirla. De pronto sentí su clítoris restregándose contra el mío. Sus fricciones eran tan sensuales que mis ojos se fueron hacia arriba y me dejé coger a su gusto.

Bueno, que me hizo echar tres polvos.

Y luego volvió a montarme la cara con el culo. No le importaba que mi cuerpo estuviera casi inerte, siguió con sus apasionadas rotaciones de orto, enterrando mi cara entre sus nalgas y cogiéndose con mi nariz. Yo dejaba que me siguiera ultrajando. Y cuando cambió el culo por la concha y sus refregadas en mi cara, pese a mi agotamiento, me corrí nuevamente, por la excitación que me produjo la desconsiderada dominación con que ella buscaba su propio placer, a costa de mi vejada cara. Cuando por fin se corrió, dejó la concha abierta sobre mi cara, como para obligar mi sumisión por un tramo más. Después de diez minutos de eso, silenciosamente volví a correrme.

Quedé hecha una piltrafa. Después de ayudarme con las ropas, me acompañó hasta la puerta, sobándome el culo con muchas ganas. Eso me devolvió el tono muscular. «Susana», le pregunté, «yo amo a mi marido y nunca le he sido infiel. ¿Te parece que esto que hicimos puede considerarse una infidelidad? Porque la verdad es que me gustó mucho y me hiciste echar un montón de polvos…» Pero Susana me tranquilizó inmediatamente «No, mi cielo, infidelidad es cuando lo hacés con un hombre y a propósito. Lo nuestro es un juego de amigas.» Y acto seguido me dio un largo y activo beso de lengua, apretando mi cuerpo contra sus maravillosos melones, que refregó contra los míos, mientras su mano acariciaba mi coño con pasión. Yo me sentí muy querida, tanto que a los quince minutos de eso me corrí en sus brazos. «Vaya, mi vida» dijo dándome un beso en la trompita. «Y quédese tranquila que usted es muy fiel a su marido. Te espero pasado mañana para comenzar a trabajar.»

Y me fui a la calle, caminando un poco como si flotara entre nubes. Pero muy contenta. No sólo había conseguido el empleo, sino que había hecho una amiga. Al menos aquí no iba a ser acosada por hombres.

Y pensé lo contento que se iba a poner Benjamin cuando le contara las buenas nuevas, sin abrumarlo con los detalles, claro.