Hermosa joven violada se enamora de su agresor un vagabundo
Hermosa joven violada se enamora de su agresor un vagabundo
El sol comenzaba a inclinarse sobre la ciudad, tiñendo el asfalto de tonos dorados y proyectando sombras alargadas entre las motos alineadas frente al café. El aire olía a gasolina, a café recién hecho, a vida apresurada. Entre el murmullo de las conversaciones y el zumbido ocasional de un motor, ella se detuvo. No había vacilación en sus pasos, ni en la manera en que su mirada recorrió la calle antes de posarse en él.
El vagabundo estaba allí, como siempre, encorvado contra la pared, su figura desdibujada por capas de ropa gastada y días sin dueño. Su barba, canosa y enmarañada, ocultaba parte de un rostro marcado por el tiempo y el abandono. Pero cuando ella extendió la mano —con un movimiento firme, sin falsa compasión—, algo en él se tensó. No era el billete lo que lo sorprendía, aunque el dinero siempre era bienvenido. Era la manera en que lo hacía: sin condescendencia, sin ese gesto de superioridad que tantos otros llevaban en los ojos.
—Tenga un buen día— dijo ella, voz clara, sin adornos.
El billete, doblado con pulcritud, descansó en su palma como una promesa. Él apenas asintió, pero sus dedos se cerraron alrededor del papel con más fuerza de la necesaria.
«Hay algo en ella…» pensó, mientras la veía alejarse.
Y era cierto. Había algo hipnótico en su presencia, en la manera en que ocupaba el espacio sin pedir permiso.
Perla, tenía 24 años, pero su juventud no era esa fragilidad temblorosa de quienes aún buscan su lugar en el mundo. No. La suya era una juventud tallada, pulida, como si cada decisión, cada paso, hubiera sido esculpido con precisión. Su cabello, rubio platinado, caía en ondas suaves sobre sus hombros, con un desorden estudiado que solo el dinero y el tiempo podían lograr. El flequillo, ligeramente abierto, enmarcaba un rostro que parecía diseñado para romper esquemas: pómulos altos, cejas perfectamente delineadas, labios carnosos pero definidos, como si alguien los hubiera dibujado con trazos deliberados.
Sus ojos, de un tono claro que cambiaba con la luz —a veces grises, a veces azules, siempre penetrantes— observaban el mundo con una calma desconcertante. No había prisa en ellos, ni esa ansiedad típica de quienes viven bajo la mirada constante de los demás. Ella no necesitaba aprobación. Simplemente existía, y su existencia era suficiente.
Vestía con la elegancia casual de quien sabe exactamente qué imagen quiere proyectar. Un top negro, de un solo hombro, ceñido a su torso como una segunda piel, dejaba al descubierto la curva de su clavícula y un escote discreto pero sugerente. Los jeans celestes, de tiro alto, abrazaban sus caderas con una naturalidad que hacía pensar en estatuas griegas, en líneas perfectas. Un pequeño bolso blanco, colgado con negligencia sobre su hombro, completaba el conjunto, añadiendo un contraste de pureza contra la firmeza de su figura.
En ese instante, bajo la luz dorada del atardecer, ella parecía sacada de otro mundo. Un mundo donde el tiempo no dejaba marcas, donde la suciedad de la calle no podía tocarla. Y sin embargo, allí estaba, entregando no solo dinero, sino un destello de humanidad a un hombre que muchos ni siquiera veían.
Los días siguientes:La rutina de la ciudad rara vez cambia. Los mismos ruidos, los mismos olores, las mismas caras. Pero algo había cambiado para él.
Ella comenzó a saludarlo. No con palabras vacías, no con esa sonrisa condescendiente que tantos le dedicaban antes de cruzar de acera para evitarlo. No. Era un gesto mínimo, casi imperceptible para quien no estuviera prestando atención: una leve inclinación de cabeza, un «hola» apenas audible entre el bullicio. Pequeños reconocimientos que, para un hombre invisible, eran como golpes de aire fresco.
Y él, que había aprendido a leer a las personas mucho antes de terminar en la calle, comenzó a observarla con más atención. No solo su belleza, que era innegable, sino sus gestos, sus hábitos. La manera en que ajustaba el bolso sobre su hombro cuando alguien se acercaba demasiado. La forma en que sus labios se curvaban ligeramente al recibir un mensaje en el teléfono. El suave movimiento de sus caderas al caminar, ese balanceo natural que no buscaba llamar la atención, pero lo hacía de todos modos.
«Quiero oírla gemir.»
El pensamiento lo tomó por sorpresa, pero una vez allí, no se fue. Se instaló en su mente como una brasa, lenta, persistente. No era solo deseo, aunque eso estaba ahí, caliente y urgente. Era algo más. Algo oscuro, posesivo. La idea de que esa mujer, tan pulcra, tan inalcanzable, pudiera querer algo de él. Algo que no fuera caridad.
Las calles enseñan paciencia. Enseñan a esperar, a calcular, a moverte en silencio. Y él había sido un buen alumno.
Comenzó a aparecer en lugares donde sabía que ella pasaría. No demasiado cerca, no lo suficiente como para asustarla. Solo lo necesario para que su presencia dejara de ser una coincidencia y se convirtiera en parte de su paisaje. Un día, estaba sentado en el banco frente al café donde ella solía comprar su bebida matutina. Otro, apoyado contra la farola en la esquina donde esperaba el semáforo.
Ella lo notó, claro. Pero no pareció molesta. A veces, incluso, le dedicaba una sonrisa fugaz antes de seguir su camino.
«Pronto,» pensaba él, mientras observaba cómo la luz se reflejaba en su pelo. «Pronto dejarás de verme como un fantasma.»
Y en las noches, cuando el frío lo obligaba a apretar su cuerpo contra algún rincón menos hostil, cerraba los ojos y se imaginaba cómo sería tenerla bajo él. Cómo se arquearía esa espalda perfecta cuando sus manos, ásperas por el abandono, recorrieran su piel. Cómo gemiría su nombre, ahogado, entrecortado, como si no pudiera contenerlo.
La calle le había quitado casi todo. Pero no esto. No el hambre.
Y él estaba decidido a saciarla.
Los meses pasaron como hojas arrastradas por el viento, sin que nadie más notara el juego macabro que se desarrollaba en las sombras. Él, el vagabundo, el hombre sin nombre, se había convertido en un espectro que la seguía con la paciencia de un depredador. Sabía sus horarios, las calles que transitaba, incluso los días en que se detenía a comprar un café antes de entrar a su oficina. La había visto reír con amigos, contestar el teléfono con voz profesional, ajustarse el flequillo frente al reflejo de un escaparate. La conocía mejor que nadie.
Y sin embargo, ella no lo veía.
No realmente.
Para ella, él era solo otro rostro en el paisaje urbano, otro mendigo al que a veces dejaba unas monedas. Pero para él, ella era el centro de todo.
«Tres veces por semana,» recordaba, mientras sus dedos manchados de suciedad se cerraban alrededor del pasamontañas que había rescatado de un contenedor. Estaba desgastado, roto en algunos lugares, pero cumpliría su función. No necesitaba elegancia. Solo anonimato.
La noche elegida era fría, el aire cargado con el olor a gasolina y humedad que siempre flotaba bajo los puentes de la autopista. Las luces de los coches pasaban como estrellas fugaces sobre el asfalto, demasiado lejos, demasiado rápido para prestar atención a lo que ocurría abajo.
Ella apareció, como siempre, caminando con esa seguridad que la hacía parecer intocable. Su vestido negro de oficina, ceñido a su cuerpo, se movía con cada paso, acentuando la curva de sus caderas. Los tacones resonaban contra el concreto, un ritmo constante que él había aprendido a reconocer entre el ruido de la ciudad.
«Ahora.»
El momento era perfecto. No había nadie más. Solo el eco distante de los motores y el viento que silbaba entre los pilares del puente.
—¡Aah!—
Su mano se cerró sobre su boca antes de que pudiera gritar, ahogando el sonido en su garganta. Ella se tensó, los músculos de su espalda arqueándose bajo su palma, pero él ya la tenía. La empujó contra una de las columnas de cemento, su cuerpo aplastado contra el frío de la estructura.
—Ahora eres mía— susurró, la voz ronca, cargada de años de silencio y deseo acumulado.
Ella intentó forcejear, los dedos arañando el aire, buscando algo a lo que aferrarse. Pero no había escape.
—Ahaah— fue lo único que logró emitir, un sonido ahogado, casi animal, que se perdió en la noche.
Sus manos eran rápidas, brutales. Agarró el borde de su vestido y lo levantó, revelando la piel suave de sus muslos. Las bragas, finas y negras, cedieron con un desgarro seco.
«Tan húmeda…»
La humedad entre sus piernas lo sorprendió. No era el miedo lo que la hacía temblar, no solo eso. Era algo más. Algo que él reconoció al instante.
—Eras muy puta— le escupió, los dedos hundiéndose en su carne sin pedir permiso.
Ella sacudió la cabeza, intentando negarlo, pero su cuerpo no mentía. La resistencia en sus músculos se debilitaba, el ritmo de su respiración se aceleraba.
«Esto… esto no debería excitarse…» pensó ella, pero el calor que crecía en su vientre era innegable.
Él lo sabía. Lo sentía en la manera en que sus caderas se movían involuntariamente, buscando más presión, más contacto.
—Calladita— gruñó, ajustando su agarre en su boca. —Sabes que te gusta.
Ella cerró los ojos, negándose a admitirlo, pero su cuerpo ya había tomado la decisión por ella. Por primera vez en su vida, el control se le escapaba de las manos. Y en el fondo, en algún lugar oscuro y prohibido de su mente, algo se estremecía de placer.
La Posesión Violenta y el Placer Prohibido
El aire bajo el puente olía a hormigón frío, a humedad rezagada de alguna lluvia pasajera, a la acidez del miedo y la excitación mezclándose en la piel de Perla. Él no se apresuraba. No había necesidad. La ciudad rugía por encima de ellos, los faros de los coches cortando fugaces heridas de luz en la oscuridad, pero aquí, en este rincón olvidado, el tiempo parecía haberse detenido. Su respiración, áspera y cargada de años de abandono, quemaba la nuca de ella mientras su mano callosa seguía sellando cualquier protesta que pudiera escapar de sus labios.
Perla sentía cada movimiento detrás de ella, cada ajuste de su cuerpo contra el suyo. El roce de la tela áspera del pasamontañas contra su mejilla, la presión de su torso contra su espalda, la manera en que sus caderas se acomodaban contra las suyas como si ya conocieran el encaje.
«Esto no está pasando…»
Pero sí lo estaba.
Él se apartó solo lo suficiente para desabrocharse los pantalones, y Perla, a pesar del terror que le encogía el estómago, no pudo evitar notar el calor que emanaba de él. El sonido del cinturón deslizándose, del denim raspando contra piel sucia, hizo que un escalofrío le recorriera la columna.
—Mírate— gruñó él, mientras con su mano libre agarraba uno de sus pechos por encima del vestido, apretando con suficiente fuerza para que el dolor se mezclara con algo más. —Tan elegante, tan perfecta… y aquí, empapada como una cualquiera.
Perla negó con la cabeza, pero su cuerpo traicionaba cada pensamiento de resistencia. Entre sus piernas, la humedad había crecido, un hecho innegable que él no tardó en corroborar. Sus dedos, ásperos y fríos, se deslizaron por su sexo con una familiaridad obscena.
—Mentirosa— susurró contra su oreja, la voz cargada de triunfo.
Ella apretó los ojos, avergonzada.
«No… no puede ser…»
Pero lo era. El roce de sus dedos, aunque brutal, enviaba ondas de placer que se enredaban con el miedo, creando una mezcla intoxicante. Perla intentó morder la mano que le cubría la boca, pero solo logró un gemido ahogado cuando él retiró los dedos solo para reemplazarlos con algo mucho más grande.
Él no entró de una vez. No.
Se tomó su tiempo, disfrutando cada centímetro de resistencia que cedía bajo su empuje. La cabeza de su miembro, hinchada y ardiente, se deslizó entre sus labios con una lentitud cruel, expandiéndola, obligando a su cuerpo a aceptarlo.
Perla gritó contra su mano, los músculos de su estómago contrayéndose.
—Aah—
Era demasiado. Demasiado grande, demasiado invasivo, demasiado… bueno.
El vagabundo gruñó, satisfecho al sentir cómo su interior se ajustaba a él, cálido y húmedo, como si su cuerpo, a pesar de la mente de Perla, ya lo hubiera estado esperando.
—Así… así es— murmuró, hundiéndose un poco más, sintiendo cada pliegue, cada temblor interno que ella no podía controlar.
Perla intentó concentrarse en el dolor, en la invasión, en cualquier cosa que no fuera el placer que empezaba a brotar desde lo más profundo de su vientre. Pero era inútil. Cada centímetro que él ganaba era una derrota, una rendición de su cuerpo a una sensación que no quería admitir.
«Odio esto… odio que me guste…»
Pero su coño, traicionero, se apretaba alrededor de él, como si intentara retenerlo, como si no quisiera que se fuera.
Él lo notó, por supuesto. Un gruñido gutural escapó de su garganta cuando por fin estuvo completamente dentro, sus caderas pegadas a las nalgas de Perla.
—Dios…— maldijo, los dedos clavándose en su cadera. —Más apretada que una virgen… pero ya no lo eres, ¿verdad?
Perla sacudió la cabeza, negando, protestando, pero él ya había comenzado a moverse.
Al principio fueron embestidas lentas, calculadas, como si quisiera memorizar cada milímetro de su interior. Pero pronto, la paciencia se le agotó.
Las empujadas se hicieron más fuertes, más profundas, cada una sacudiendo el cuerpo de Perla contra la columna de cemento. El vestido negro, arrugado y levantado, dejaba al descubierto el contraste entre su piel inmaculada y la suciedad de él.
—Mmmh—
Los gemidos de Perla, aunque ahogados, llenaban el espacio entre ellos. Ya no eran solo de protesta. No podían serlo.
Él lo sabía.
—Sí… gime para mí— ordenó, la voz ronca por el esfuerzo. —Quiero oír cómo te rompo.
Perla intentó resistirse, pero su cuerpo ya había elegido un bando. Con cada embestida, una chispa de placer se encendía dentro de ella, acumulándose en un lugar profundo que empezaba a temblar.
«No… no voy a…»
Pero lo haría.
Él lo veía, lo sentía. La manera en que sus músculos se tensaban, cómo su respiración se hacía más rápida, más descontrolada.
—Vas a venir— declaró, como si fuera una sentencia. —Vas a venir en mi verga, como la puta que eres.
Perla negó frenéticamente, pero ya era demasiado tarde. La ola de placer la golpeó sin piedad, sacudiéndola desde las puntas de los dedos hasta lo más profundo de su ser. Su cuerpo se arqueó, un gemido largo y tembloroso escapando entre sus labios a pesar de la mano que intentaba silenciarla.
Él no se detuvo.
Al contrario, usó cada contracción de su interior para su propio placer, embistiendo más fuerte, más rápido, hasta que con un gruñido animal, la siguió al abismo.
Cuando terminó, Perla apenas podía sostenerse en pie. Su cuerpo, antes tenso, ahora era solo un peso contra el cemento.
Él se separó de ella con un sonido húmedo, satisfecho, victorioso.
—Mira lo que me hiciste hacer— murmuró, como si ella hubiera tenido alguna culpa.
Perla no respondió. No podía.
Pero en el silencio que siguió, mientras él se ajustaba la ropa y desaparecía en la noche como la sombra que era, una parte de ella sabía que esto no sería el final.
Y lo peor de todo era que, en algún lugar oscuro y secreto de su mente, esa idea la excitaba.
El primer rayo de sol que atravesó las persianas de su dormitorio encontró a Perla ya despierta, aunque «despierta» era un término generoso para describir ese estado de alerta febril en el que había pasado la noche. No había dormido. No realmente. Entre las duchas interminables—tres, aunque podrían haber sido cuatro, había perdido la cuenta—y el frotarse la piel hasta enrojecerla, solo había conseguido agotarse físicamente sin lograr borrar la sensación de manos ásperas en su cuerpo.
El agua hirviendo de la cuarta ducha matutina le quemó los hombros, pero ni siquiera eso logró disolver la memoria de aquel contacto. Se miró las muñecas, donde sus propios dedos habían dejado marcas al intentar lavarse demasiado fuerte.
«Esto no me define. No me marcará.»
Pero el espejo empañado del baño le devolvió una mirada distinta: sus pupilas dilatadas, su labio inferior ligeramente hinchado (¿de morderlo tanto?). Se vistió con precisión militar: un vestido blanco de lino impecable, ceñido pero no ajustado, que le llegaba justo por debajo de las rodillas. Tacones bajos, los suficientes para mantener elegancia sin sugerir provocación. Un bolso estructurado beige, discreto. Todo calculado para reconstruir la ilusión de control.
—Lo que pasó anoche no me marcará por el resto de mi vida— declaró en voz alta al reflejo, como si las palabras pudieran anular la humedad que, contra toda lógica, volvía a acumularse entre sus piernas al recordar la presión de aquel cuerpo contra el suyo.
La oficina de su padre fue su primera parada. Un edificio de cristal y acero donde los ascensores olían a limpieza profesional y las secretarias sonreían sin arrugar el lápiz labial.
— Perla, qué temprano— comentó su padre sin levantar la vista de los informes.
—Tenía que recoger esos documentos— respondió, fingiendo que sus uñas no se clavaban en el cuero del bolso al notar cómo el guardia de seguridad—un hombre corpulento de manos grandes—le sostenía la puerta.
La universidad fue más fácil. Allí era la Perla de siempre: participativa en Derecho Penal, tomando notas impecables en Criminología. Nadie notó que mordisqueaba el capuchón del bolígrafo cada vez que alguien pasaba demasiado cerca por el pasillo. Nadie vio cómo cruzaba y descruzaba las piernas bajo el pupitre, frotando los muslos como si quisiera castigar su propia traición fisiológica.
«¿Qué me pasa?»
La pregunta resonaba mientras caminaba hacia casa al atardecer, cuando las sombras se alargaban y cada callejón parecía esconder siluetas. Un pasaje angosto—atalajo habitual—la hizo detenerse en seco. El corazón le golpeó las costillas, pero no fue solo miedo lo que aceleró su pulso.
«Podría pasar otra vez…»
El rubor que le subió por el cuello no era solo por la vergüenza. Entre sus piernas, un latido insistente le recordó que su cuerpo guardaba memorias que su mente quería negar.
El vagabundo estaba en su lugar habitual, apoyado contra la pared desconchada de un edificio abandonado. Antes, Perla solo veía un montón de harapos con ojos. Ahora veía hombros anchos bajo la ropa holgada, manos grandes con nudillos cicatrizados, una postura que, si se observaba con atención, no era del todo encorvada.
—Buenas tardes— dijo, extendiendo el billete como de costumbre, pero esta vez sus dedos temblaron levemente al notar cómo la mirada de Josefino se deslizaba desde su escote hasta la curva de su cintura.
—Josefino, señorita— respondió él, aceptando el dinero con una lentitud deliberada, sus dedos rozando su palma un segundo más de lo necesario.
Fue entonces cuando lo vio: el bulto creciendo bajo los pantalones desgastados, la tela pobre camuflaje para una erección que parecía recordar cada gemido que ella había ahogado contra su mano.
«Él sabe.»
La certeza le cortó la respiración. No era lógica—Josefino mantenía su máscara de mendigo inofensivo, incluso se rascaba la barba con fingida timidez—pero algo primitivo en ella reconocía el depredador bajo los harapos.
—Un placer— murmuró Perla, retrocediendo con elegancia forzada, aunque sus pezones se endurecían contra el algodón de su sostén y un hilillo de sudor le recorría la espalda.
Al doblar la esquina, se detuvo junto a un escaparate, fingiendo ajustar el tacón mientras en el reflejo veía cómo Josefino se acomodaba el bulto con descarada calma, sus ojos fijos en el punto donde ella había estado parada.
«¿Qué me pasa?»
Pero la pregunta ya no importaba. Porque mientras caminaba hacia casa, los muslos rozándose con cada paso, Perla descubrió algo peor que el miedo: la anticipación.
————–
Las semanas habían transcurrido con una normalidad engañosa, cada día idéntico al anterior en su coreografía perfectamente ensayada. Perla se había convencido a sí misma de que aquel incidente bajo el puente había sido una aberración, un momento de locura que nunca se repetiría. Incluso cuando entregaba el billete a Josefino cada mañana, había aprendido a ignorar ese escalofrío que le recorría la columna cuando sus dedos rozaban los suyos.
—Gracias, señorita— murmuraba él con esa voz ronca que ahora le resultaba inquietantemente familiar, aunque se negaba a admitirlo.
Ella asentía con una sonrisa tensa y seguía su camino, repitiéndose mentalmente que era solo un viejo indigente, inofensivo, un mueble más del paisaje urbano. «Estoy imaginando cosas», pensaba mientras apretaba el paso. «No es él. No puede ser.»
Pero Josefino observaba cada uno de sus movimientos desde detrás de su máscara de mendigo inofensivo. Sabía cuánto tiempo tardaba en llegar a su casa después de la universidad, conocía la contraseña de la alarma (había visto a su padre marcarla una tarde que dejó la ventana entreabierta) y había descubierto la llave escondida bajo el falso fondo de la maceta junto a la entrada. La había seguido durante meses, estudiando sus rutinas como un depredador estudia a su presa antes de atacar.
Esa noche, la casa estaba inusualmente silenciosa. Sus padres habían salido a una cena de gala, y su hermano menor estaba de viaje con el equipo de fútbol del colegio. Perla se había regalado un baño largo, con sales aromáticas y velas, como un ritual de purificación.
El agua caliente resbalaba por su cuerpo, acariciando cada curva, cada línea de su figura esculpida por el yoga y el pilates. Sus pechos, firmes y redondos, brillaban bajo la luz tenue del baño, los pezones rosados erectos por el contraste con el vapor. Las caderas se estrechaban en una cintura de vértigo antes de ensancharse de nuevo en unas nalgas altas y tersas. Se pasó las manos por el vientre plano, bajando lentamente hasta el triángulo rubio y bien cuidado entre sus piernas.
«Estoy a salvo aquí», pensó, cerrando los ojos y dejando que el agua le cayera por la cara.
No escuchó el leve clic de la puerta al abrirse.
Cuando salió del baño, envuelta solo en una toalla que le cubría apenas lo esencial, el aire de su dormitorio le pareció más frío de lo normal. Fue entonces cuando lo vio: una silueta encapuchada junto a la ventana, la luz de la luna recortando su contorno contra las cortinas.
—¿Quién—?
No pudo terminar la pregunta. El intruso se abalanzó sobre ella con una velocidad que no esperaba de un hombre de su edad. La toalla cayó al suelo, dejándola completamente expuesta mientras luchaba contra sus brazos, que la inmovilizaron con facilidad.
—Aah— gritó, pero una mano callosa le tapó la boca mientras la arrastraba hacia la cama.
«Es él», comprendió de pronto, aunque no podía ver su rostro oculto tras el pasamontañas. El olor a sudor y tabaco barato, la forma en que sus dedos se clavaban en su carne… era inconfundible.
Josefino no perdió tiempo. Con movimientos expertos, ató sus muñecas al cabecero de la cama usando unas bridas que sacó de su bolsillo. Perla forcejeó, pero cada tirón solo hacía que las ataduras se apretaran más.
—Por favor— jadeó, pero su voz sonó débil, incluso para sus propios oídos.
El intruso se inclinó sobre ella, recorriendo su cuerpo desnudo con una mirada que le quemaba la piel.
—Qué bonita estás así— musitó, arrastrando un dedo desde su clavícula hasta el ombligo. —Tan perfecta… y tan mojada.
Perla cerró los ojos con vergüenza cuando su dedo llegó a su entrepierna y encontró la humedad que delataba su excitación.
—¿Te gusta que te usen?— preguntó con una risa burlona, frotando su palma contra su sexo con movimientos circulares que la hicieron arquear la espalda.
Ella negó frenéticamente con la cabeza, pero su cuerpo respondía con una entrega humillante.
«¿No soy normal?», pensó, sintiendo cómo sus piernas se abrían por sí solas, invitando al invasor a explorar más.
Josefino no necesitó más invitación. Se desabrochó los pantalones y liberó su erección, que ya palpitaba de anticipación. Con un gruñido, penetró su humedad de un solo empujón, llenándola por completo.
—¡Aah!— gritó Perla, pero el sonido se convirtió en un gemido cuando él comenzó a moverse dentro de ella, cada embestida más fuerte que la anterior.
La cama crujía bajo su peso, el sonido mezclándose con los jadeos de ella y los gruñidos de él. Perla intentó resistirse, pero sus caderas comenzaron a moverse al ritmo de las suyas, traicionando su deseo más profundo.
«Odio esto», pensó, incluso mientras una ola de placer comenzaba a acumularse en su vientre. «Odio que me guste.»
Pero su cuerpo, sabio y primitivo, ya había tomado una decisión. Con cada empuje, se acercaba más al borde, hasta que finalmente cayó, ahogando un grito en la almohada mientras la sacudía un orgasmo que sentía como una rendición.
Josefino no tardó en seguirla, derramándose dentro de ella con un gruñido animal que resonó en la habitación.
Cuando recuperó el aliento, Perla abrió los ojos esperando ver vacío, pero el intruso seguía allí, observándola con esos ojos que ahora reconocía demasiado bien.
—Esto no ha terminado.
El sudor frío se pegaba a la espalda de Perla mientras intentaba recuperar el aliento, su cuerpo todavía tembloroso por el orgasmo que la había sacudido hasta los huesos. Pero Josefino no estaba satisfecho. No aún. Sus ojos brillaban con un fuego oscuro bajo el pasamontañas mientras observaba cómo el pecho de ella subía y bajaba, cómo sus pezones, rosados y mordidos, seguían erectos y sensibles.
—Mmmh… no… —musitó Perla débilmente cuando sus dedos volvieron a deslizarse entre sus piernas, encontrando la humedad que no cesaba.
—Calladita, princesa —gruñó él, hundiendo dos dedos dentro de ella sin previo aviso, retorciéndolos en un movimiento que la hizo arquearse—. Todavía no terminamos.
Perla apretó los ojos, pero su cuerpo respondió con una sacudida involuntaria.
—¡Aah! ¡Dios…! —gritó, las ataduras en su muñeca derecha crujiendo mientras tiraba sin fuerza real.
Josefino se inclinó sobre ella, su aliento caliente y áspero contra su oído.
—Eres una niña rica a la que le encanta que la violen, ¿verdad? —susurró, mordiendo el lóbulo de su oreja con suficiente fuerza para que un nuevo gemido escapara de sus labios—. Mírate… empapada como una perra en celo.
—N-no… —intentó protestar Perla, pero su voz se quebró cuando él retiró los dedos solo para reemplazarlos con algo mucho más grande.
La penetración esta vez fue más brutal aun, más posesiva. No había preámbulos, ni lentitud calculada. Josefino la tomó con una urgencia animal, sus caderas estrellándose contra las nalgas de Perla con cada embestida.
—¡Aaah! ¡Aaah! ¡Sí…! —los gemidos escapaban de su boca sin permiso, cada uno más agudo que el anterior, cada uno una confesión de placer que su mente no quería admitir.
—Así, gime para mí —rugió él, agarrando sus caderas con fuerza suficiente para dejar marcas—. Gime como la puta que eres.
Perla no podía controlarlo. Nunca la habían penetrado así, con esta mezcla de violencia y precisión, como si él conociera cada punto de su cuerpo mejor que ella misma.
—¡D-dios…! ¡Así… así… no pares! —suplicó sin querer, las palabras saliendo entre jadeos cortados.
Josefino respondió con un gruñido de satisfacción, hundiéndose más profundo, mordiendo el lado de su cuello mientras una mano agarraba uno de sus pechos, apretando sin piedad.
—¿Esto es lo que querías, princesa? —susurró contra su piel—. ¿Que te usen como un juguete?
Perla no respondió con palabras. Su cuerpo lo hizo por ella, contrayéndose alrededor de él en un segundo orgasmo que la hizo gritar como nunca antes.
—¡¡AAAH!! ¡¡NO PUEDO…!! ¡¡NO PUEDO MÁS…!!
Pero Josefino no se detuvo. Siguió moviéndose dentro de ella, prolongando el placer hasta el borde del dolor, hasta que finalmente, con un rugido ahogado, él también llegó al límite, derramándose en su interior una segunda vez.
Cuando terminó, Perla apenas podía pensar. Su cuerpo estaba exhausto, cubierto de sudor, marcas de mordiscos y moretones que contarían la historia de su humillación… y su éxtasis.
Josefino se levantó con calma, ajustándose los pantalones mientras observaba su obra. Con un movimiento deliberadamente lento, desató solo una de sus muñecas, dejando la otra todavía atada al cabecero.
—Hasta la próxima, princesa —murmuró, pasando un dedo por su muslo tembloroso antes de desaparecer por la ventana.
Perla se quedó allí, jadeando, usada, con una mano libre y la otra todavía cautiva.
Y lo más aterrador de todo…
Esa noche, por primera vez, no se duchó inmediatamente después.
En su lugar, llevó los dedos entre sus piernas, todavía sensibles, y repitió en un susurro:
—»Hasta la próxima…»
Perla quedó tendida en la cama, el brazo todavía atado al cabecero, la piel marcada por los dientes y las uñas de Josefino. El aire de la habitación olía a sexo y sudor, un aroma crudo que se pegaba a su piel como una segunda humillación. Pero lo más vergonzoso no eran las marcas, ni siquiera los moretones que empezaban a florecer en sus caderas. Era el calor que no se iba.
Con la mano libre, sus dedos descendieron lentamente por su abdomen, temblorosos, como si no estuvieran bajo su control.
—Mmm… qué rico… —susurró para nadie, los ojos cerrados, recreando en su mente cada segundo de lo ocurrido: la manera en que él la había doblado sobre la cama, cómo sus gruñidos resonaban en su oído, la sensación de estar completamente poseída.
Sus dedos encontraron su sexo, todavía hinchado, sensible, empapado. Un gemido escapó de sus labios al rozar el clítoris, tan delicadamente que casi dolía.
«Esto está mal… esto está tan mal…»
Pero su cuerpo no escuchaba razones. Se imaginó las manos callosas de Josefino en lugar de las suyas, su boca mordisqueando sus pechos mientras la penetraba sin piedad.
—¡Aaah! —arqueó la espalda, los pechos moviéndose con cada jadeo, los pezones rozando las sábanas en un contraste delicioso.
Se masturbó con una urgencia que nunca antes había sentido, como si intentara alcanzar algo que siempre había estado fuera de su alcance. Cuando el orgasmo llegó, fue tan intenso que vio estrellas, las piernas temblorosas, los dedos ahogándose en su propia humedad.
Y luego, el vacío.
—¿Qué me pasa? ¿Tan puta fui siempre? —murmuró al techo, la voz quebrada.
Se comparó con otras mujeres, con esas figuras de las noticias que lloraban frente a las cámaras después de algo así. Ellas llamaban a la policía. Ellas se escondían.
«Yo sigo mojada, esperando que vuelva a pasar…»
La mañana llegó con una claridad brutal. Perla se despertó con el brazo todavía dolorido por las ataduras, pero con una certeza cristalina: ese vagabundo, ese Josefino, era su violador. Lo sabía en el modo en que su cuerpo reaccionaba al recordar el olor a tabaco y sudor, en cómo sus piernas se cerraban instintivamente al evocar la voz ronca.
Se vistió con una deliberación que rayaba en lo obsesivo. Un vestido rojo escarlata, ceñido, que se detenía varios centímetros por encima de las rodillas. Medias de red negras, tacones altos que hacían eco en el piso como pequeños disparos. No llevó sostén, solo una tanga mínima que sabía que no serviría de barrera si él decidía tomarla otra vez.
«Que me mire. Que sepa lo que está perdiendo al esconderse.»
La universidad fue un trámite. Los hombres volvían la cabeza al pasar, las mujeres murmuraban entre dientes. Perla no les prestó atención. Cada minuto en clase era un minuto menos para lo que realmente importaba.
El vagabundo estaba en su lugar habitual, ese rincón entre el edificio abandonado y la cafetería, donde el olor a café rancio se mezclaba con el moho. Hoy, a la luz del día, Perla lo vio con nuevos ojos.
No era solo un mendigo. Era demasiado grande, demasiado ancho de hombros para ser un simple desecho humano. Las manos, aunque sucias, tenían una fuerza evidente. Y los ojos…
Dios, los ojos.
Esa mirada que la recorrió de arriba abajo, como si ya la conociera desnuda.
Perla se acercó, los tacones clavándose en el pavimento con cada paso. No le dio dinero esta vez.
—¿Vos me violaste? —preguntó, la voz más firme de lo que esperaba.
El aire se tensó. Un transeúnte pasó cerca, pero ninguno de los dos apartó la mirada.
Josefino no se inmutó. No negó. No confirmó. Solo esbozó una sonrisa lenta, calculadora, mientras sus ojos bajaron hasta el escote del vestido rojo, donde los pezones endurecidos dibujaban su silueta contra la tela.
—¿Y si te digo que sí, princesa? —respondió finalmente, la voz un susurro cargado de algo que sonaba peligrosamente a invitación—. ¿Qué vas a hacer?
Perla sintió cómo el calor volvía a extenderse entre sus piernas.
Esa era la pregunta, ¿no?
¿Qué haría?
El silencio de Perla fue toda la respuesta que Josefino necesitó. Sus dedos se enredaron en su pelo rubio platino con un movimiento brusco, arrancándole un gemido ahogado que se perdió entre el bullicio de la calle. Nadie pareció notar cómo ese hombre sucio arrastraba a la joven bien vestida hacia la penumbra del edificio abandonado. O quizá sí lo notaron, pero decidieron no ver.
—Te voy a dar lo que viniste a buscar —rugió contra su oído, la voz cargada de una certeza que hizo estremecer a Perla. No era una amenaza. Era una promesa.
El vestido rojo, tan cuidadosamente elegido esa mañana, se rasgó con un sonido obsceno cuando Josefino lo arrancó de su cuerpo con un solo tirón. La tela escarlata quedó colgando de sus hombros como una bandera derrotada antes de caer al suelo polvoriento. La tanga, mínima e inútil, siguió el mismo destino, destrozada entre sus dedos como si fuera papel.
—¡Aaah! — Perla gritó cuando una mano callosa se estrelló contra sus nalgas, dejando una marca roja que brillaba sobre su piel pálida. El dolor era agudo, eléctrico, pero lo que siguió después fue peor: un placer culpable que se enroscó en su vientre.
«¿Solo las putas buscan violadores? ¿Tan puta soy?»
Las preguntas retumbaban en su cabeza, pero se disiparon en el instante en que un dedo grueso y sucio se deslizó dentro de ella sin previo aviso.
—Me encanta lo fácil que te mojas —murmuró Josefino, frotando ese punto interno que la hizo arquearse como un animal en celo.
Esta vez, no hubo prisa. No hubo violencia descontrolada. Josefino la masturbó con una precisión cruel, sus dedos moviéndose dentro de ella mientras el pulgar dibujaba círculos perfectos sobre su clítoris. Perla intentó morderse el labio para silenciar los gemidos, pero era inútil.
—Mmm… ahí… justo ahí… —susurró, las piernas temblando, las manos aferrándose a los hombros de él como si fuera su único ancla a la realidad.
Cuando el orgasmo la golpeó, fue con una intensidad que la dejó sin aliento. Los músculos del vientre se contrajeron, los dedos de Josefino se hundieron más profundo, y un grito desgarrado escapó de su garganta.
—¡AAAH! ¡SÍ…!
Pero él no se detuvo. Siguió moviendo los dedos, prolongando la agonía del placer hasta que Perla gimió, sobresensitiva, empujando sus manos contra su pecho en un intento débil de alejarlo.
Fue entonces cuando Josefino la miró directamente a los ojos, esa mirada oscura que parecía atravesarla. Con un movimiento brusco, levantó sus piernas y las colocó alrededor de su cintura, exponiéndola completamente.
—Pedírmelo, puta —ordenó, la voz baja pero implacable.
Perla no lo pensó. No podía.
—Métemela toda —respondió, casi antes de que terminara la frase.
Lo que siguió no fue una violación. Fue una entrega.
Perla se inclinó hacia adelante, sus labios encontrando los de Josefino en un beso que sabía a tabaco barato y a días sin lavarse, pero que la hizo gemir de todas formas. Sus manos se enredaron en esa barba sucia, tirando de él con una urgencia que no sabía que tenía.
—Así… así… —murmuró contra su boca cuando él finalmente la penetró, llenándola en una embestida que le arrancó un quejido.
Josefino no era gentil. Pero tampoco era brutal. Cada empuje estaba calculado para rozar ese punto dentro de ella que la volvía loca, sus labios mordisqueando el cuello de Perla mientras sus caderas chocaban contra las suyas.
—Más… más fuerte… —suplicó ella, las uñas clavándose en su espalda a través de la ropa mugrienta.
Él obedeció. Las paredes del edificio abandonado resonaron con el sonido de piel contra piel, con los gemidos de Perla que ya no intentaba contener.
—¡Aaah! ¡Sí! ¡Ahí…!
Cuando el orgasmo la golpeó esta vez, fue con una fuerza que la dejó viendo estrellas. Josefino la siguió un instante después, derramándose dentro de ella con un gruñido que sonó casi a posesión.
El Silencio Después de la Tormenta
Quedaron ahí, jadeando, los cuerpos pegados por el sudor y otras cosas. Perla no se movió cuando él finalmente se separó de ella. Solo se quedó mirando al techo roto del edificio, preguntándose qué demonios significaba todo esto.
Pero una cosa era clara: ya no podía mentirse a sí misma.
No era la víctima.
Era la cómplice.
La tanga rota quedó enrollada en los dedos callosos del vagabundo como trofeo de guerra, la fina tela negra contrastando brutalmente con las uñas sucias que la sostenían. Josefino la hizo girar frente a los ojos vidriosos de Perla antes de guardársela en el bolsillo del pantalón mugriento con un gesto de posesión absoluta.
—Mañana veni a buscarla, puta —rugió mientras le daba una palmada en la mejilla que no era cariño ni violencia, sino simple recordatorio de jerarquía.
—Sí —respondió Perla con una voz que ya no era la de aquella universitaria perfecta, sino algo más gutural, más roto.
El vestido escarlata colgaba de su cuerpo en jirones, revelando media nalga enrojecida por la última nalgada y un pezón rosado que brillaba al aire libre. No intentó cubrirse cuando se incorporó. El polvo del suelo abandonado se había adherido a su piel sudorosa, mezclándose con las marcas de dientes y las secreciones secas que le pintaban los muslos.
Antes de cruzar la puerta desvencijada del edificio, Josefino le despidió con una patada en el trasero que resonó como un disparo en el espacio vacío.
—Para que no se te olvide tu lugar.
El dolor le hizo arquear la espalda, pero entre las lágrimas que asomaban, sus labios esbozaron una sonrisa.
La ciudad pasó ante sus ojos como un sueño febril. Cada paso hacía que los restos del vestido se movieran revelando más piel de la que ocultaba. Los tacones rotos le daban un andar tambaleante que atraía miradas primero de curiosidad, luego de preocupación, finalmente de morbosidad.
—¿Señorita, está bien? —preguntó un hombre de traje mientras ella cruzaba frente a un café.
—Sí —mintió Perla, sintiendo cómo un hilo tibio de semen escapaba por su muslo interno.
Las miradas la seguían como moscas a la carne podrida. Algunos transeúntes apartaban la vista, otros se quedaban mirando descaradamente el espectáculo de esa belleza rubia convertida en cuadro viviente de violación.
«Debería sentirme sucia… debería estar llorando…»
Pero cada mirada lasciva, cada susurro a sus espaldas, cada bocanada de aire frío que rozaba sus partes expuestas, le provocaban una excitación que la avergonzaba tanto como la enardecía.
Esa noche, después de ducharse durante dos horas frotándose hasta sangrar, después de quemar los restos del vestido en el jardín trasero, Perla se acostó desnuda y sonriente.
«¿Qué clase de monstrua disfruta esto?»
La respuesta vino en forma de sueños húmedos donde manos callosas la estrangulaban contra colchones sucios mientras su cuerpo respondía con entusiasmo obsceno.
La tarde siguiente olía a lluvia cuando Perla llegó al escondite del vagabundo vestida con falda plisada y blusa transparente sin sostén. Pero el rincón estaba vacío. Solo quedaba la frazada mugrienta enrollada como un capullo abandonado.
—¿Habrá pensado que lo denunciaría? —musitó pateando una lata vacía.
Los días siguientes se convirtieron en semanas de cacería urbana. Revisó parques, estaciones de tren, puentes bajo autopistas. Preguntó a otros indigentes que solo se encogían de hombros. Revisó morgues con excusas de trabajos universitarios, estudiando cadáveres anónimos con la mezcla de terror y esperanza de encontrar esos ojos que la habían poseído.
Nada.
El café de la universidad servía capuchinos caros y noticias de última hora. La pantalla mostraba a Josefino esposado, la barba más larga, la misma mirada de depredador incluso tras los barrotes de la celda policial.
«Capturan a hombre acusado de más de 20 violaciones»
Perla apretó las piernas bajo la mesa cuando el presentador detalló los crímenes. No sintió miedo ni alivio. Solo una punzada de lujuria tan intensa que tuvo que morderse el labio para no gemir en público.
Las noches siguientes siguieron un ritual meticuloso:
Minifaldas que apenas cubrían. Medias con ligueros fáciles de romper. Sostenes que sabía terminarían destrozados.
Recorría callejones oscuros donde el eco de sus tacones sonaba como invitación. Se detenía bajo puentes donde el olor a orín y desesperación le recordaba a él.
—Hola preciosa, ¿buscas compañía? —preguntó un desconocido una noche cerca del mercado.
En vez de huir, Perla se dio vuelta, se subió la falda y se bajó la tanga antes de que el hombre terminara la frase.
Pero ninguno era él.
Ninguno la arrastraba por el pelo. Ninguno le daba órdenes con voz de trueno. Ninguno la hacía sentirse tan viva como cuando la hacía sentirse muerta.
A veces, cuando el viento silbaba entre los edificios altos, Perla cerraba los ojos y juraba oír risas familiares.
Se aferraba a la esperanza de que algún día, cuando saliera en libertad, un vagabundo con olor a tabaco barato y manos de verdugo la estaría esperando en algún callejón.
Hasta entonces, seguiría paseando su cuerpo como carnada.
Seguiría siendo la puta que anhelaba ser violada.
Y en las noches más oscuras, cuando se masturbaba pensando en veinte mujeres que deberían estar traumatizadas pero que quizá, solo quizá, también guardaban el mismo secreto sucio, llegaba al orgasmo gritando un nombre que nunca había dicho en voz alta:
—¡Josefino!




