Historia de una putita sumisa, de la inocencia a la ninfomanía
Historia de una putita sumisa, de la inocencia a la ninfomanía
Historia de una putita sumisa, de la inocencia a la ninfomanía
La encontré una noche en un polígono industrial. Me pidió diez euros para que hiciera con ella lo que quisiera, chupar o follar, y sin protección. Estaba temblando. Sentí lástima y me la llevé a casa pagándole por una noche entera cincunta euros. Estaba tan demacrada que no inspiraba ningún deseo sexual. Se quedó conmigo más de un mes recuperándose. No la pedí nada a cambio y no tuvimos ningún encuentro sexual aunque ella quería pagarme en agradecimiento con su cuerpo. Cuando recuperó las fuerzas me narró la siguiente historia que yo he escrito, es una historia real, únicamente he cambiado los nombres para garantizar el anonimato:
Me llamo Vani y cuando comenzó esta historia acababa de cumplir dieciocho años. Era una chica muy tímida. Físicamente delgada, con pecho pequeño y culo respingón, de piel blanca, rubia y de ojos verdes. No muy alta, mido 1,60 metros.
Mi familia es de clase media acomodada y por aquel entonces vivíamos en un piso grande en un barrio de las afueras de Madrid. Yo acababa de empezar la carrera de derecho y era buena estudiante. Y, aunque me gustaba salir de fiesta con amigos, prefería, la mayoría de las veces, quedarme en casa disfrutando de una película o leyendo un buen libro.
Con mis dieciocho años recién cumplidos todavía era virgen debido principalmente a mi timidez, me costaba incluso masturbarme.
Un sábado por la tarde había quedado con mis amigas porque mi novio tenía un examen el lunes y debía quedarse en casa estudiando. Como siempre, tardé en elegir la ropa ya que me gustaba ir elegante pero tampoco quería llamar la atención como la monja del grupo con la fama que ya tenía, y opté por unos vaqueros rotos, una camiseta rosa que se ceñía a mis pequeños pechos casi adolescentes y unas bragas blancas tradicionales a juego con el sujetador. Me puse encima una fina chaqueta de cuero.
Bajé a la calle, el olor del aire anunciaba lluvia. Paré un taxi y me subí. Nada más entrar el aroma a grasa y sudor me hizo arrepentirme por no haber esperado al siguiente, pero llegaba un poco tarde y me daba vergüenza decirle al taxista que me quería bajar.
– ¿Dónde vamos, guapa? – Me preguntó el taxista.
– A la calle Serrano, por favor
– Sin favor, preciosa, ¿a qué número?
– Voy al pub “El Callejón”
– Ya sé dónde está. ¿Y cómo una preciosidad como tú va allí sola? ¿No tienes novio? – A mí no me apetecía mucho hablar con aquel gordo y maduro conductor que apestaba a sudor como su vehículo, pero le seguí la corriente para no parecer antipática.
– Sí, tengo novio -le contesté-, pero este fin de semana no puede salir.
– ¿Tiene algo más importante que hacer que estar con un bombón como tú? Si yo fuera más joven… No te dejaría nunca sola… ¿Cuántos años tienes, guapa? -Miré distraída por la ventanilla. Aunque no me molestaba conversar con aquel señor mayor, prefería ir en silencio, pero aun así le contesté.
– Dieciocho años.
– Joder, si eres una adolescente. Yo tengo más de sesenta… Pero me encantan las chicas como tú… -Dijo mientras me miraba descaradamente por el espejo retrovisor.- Lo que te podría enseñar, jajaja.
Me quedé callada, era una situación vergonzosa y estaba un poco asustada, aquel hombre tan maduro parecía estar ligando conmigo.
El resto del trayecto no paró de mirarme por el retrovisor y estuvo a punto de embestir a un ciclista que se lo recriminó y le insultó a través del cristal. El taxista abrió la puerta del taxi con una energía que no aparentaba. El ciclista huyó corriendo ante las amenazas del maduro conductor quien, a pesar de su baja estatura y su exceso de peso, se movía ágilmente y tenía unos brazos amenazadores.
Continuó el camino en silencio, yo estaba nerviosa por lo ocurrido, aunque, al mismo tiempo, sentía una extraña y placentera sensación de seguridad cerca de aquel hombre. Cuando llegamos al destino no me quiso cobrar en compensación, según me dijo, del susto que me había llevado por culpa del ciclista. Insistí en pagarle, pero su voz ronca y autoritaria me hizo desistir. Me despedí y fui a ver a mis amigas.
Bailé toda la noche. Bebí más alcohol del que acostumbraba y, sin darme cuenta, estaba flotando sudorosa en medio de la pista rodeada por una manada de chicos que me miraban con ojos lascivos.
Era una situación tremendamente excitante pero decidí retirarme a casa antes de cometer alguna locura impulsada por el aturdimiento y el deseo que estaba empezando a desatar en mí el alcohol. Tenía unas tremendas ganas de ir al baño, así que fui allí sola y tambaleándome. Todo me daba vueltas. Sin pensarlo eché el cerrojo de la puerta, me bajé los jeans y las bragas y empecé a tocarme furiosamente mientras orinaba como nunca antes lo había hecho.
Supongo que por los efectos del alcohol empecé a fantasear que varios chicos me sobaban y me besaban salvajemente en la pista de baile mientras uno de ellos me metía su verga en la boca. Extrañamente, el hombre al que le estaba chupando el glande en mi imaginación era el maduro y gordo taxista al que imaginé después muy vívidamente corriéndose abundantemente en mi boca, lo que me hizo sentir sucia pero me provocó un tremendo orgasmo.
Cuando salí del baño estaba todavía agitada por la excitación y algo desorientada por el alcohol. Para mi sorpresa, distinguí al fondo de la barra al obeso taxista que me había llevado esa tarde. Estaba apoyado en una esquina de la barra, sosteniendo con una mano una copa y con la otra se manoseaba su grasienta y sudorosa cara.
Pude observarle bien, era un poco más bajo que yo y tenía una panza grande como el buche de un animal y un fino bigote enmarcando sus gruesos labios que le hacía parecer una alimaña. Tenía su ávida mirada fija en mí. Me sentí acechada como una víctima frente a su cazador y, al mismo tiempo, atraída por esa sucia mirada. Aunque estaba un poco asustada tengo que reconocer que me excitó sentirme tan deseada por aquel hombre mayor. De pronto se acercó y me temblaron las piernas.
– Hola preciosa, nos volvemos a ver. -Me dijo pasando sus ojos directamente de mi pecho a mi entrepierna, todavía húmeda, con descaro.
Me tapé con mi chaqueta de cuero y él sonrió dibujando una mueca que acentuaban las arrugas en las comisuras de sus labios. Parecía muy seguro de sí mismo.
– ¿Te llevo a casa? -Me preguntó.
– No es necesario, cogeré un taxi. – Le contesté estúpidamente. Mi cabeza me daba vueltas y estaba a punto de marearme. Él, sin pedirme permiso me cogió de la cintura y me sacó a la calle, yo no podía resistirme porque estaba cada vez más aturdida, no me tenía casi en pie.
Entrelazados por la cintura me llevó por la calle como si fuéramos dos enamorados. En una zona solitaria metió su mano arrugada por debajo de mi ropa y empezó a sobarme torpemente las tetas. Intenté resistirme tirando de su mano, pero no podía apartarla y, para humillarme, se quejó de que tenía poco pecho, «qué le vamos a hacer», dijo. Intenté escabullirme de sus brazos, pero era bastante más fuerte que yo.
Acercó su boca a la mía, apestaba a una mezcla de ajos y alcohol, y me besó salvajemente. Sentí tanto asco que intenté separarle para que no metiera su lengua, pero no pude, me dio una fuerte bofetada y me obligó a abrir los labios lo que aprovechó para escupirme dentro.
Su saliva pegajosa me produjo arcadas e intenté escupir, pero él me lo impidió cerrándome la mandíbula con fuerza y me pegó otra bofetada para obligarme a tragár. Sentí como bajaba su repelente saliva hasta mi estómago. Él se reía mientras aprisonaba con sus manos mi garganta produciendome un pequeño ahogo.
– Ahora eres mía y puedo hacer contigo lo que quiera, ¿lo han entendido? -Me dijo mientras apretaba con más fuerza mi fino cuello.
Me volvió a morrear con muchas babas, metiéndo su lengua y llenándome de su asquerosa saliva que se escurría en finos hilillos que resbalaban hacia mi chaqueta de cuero que brillaba al humedecerse con el pegajoso líquido. Su boca era además horrenda, tenía los dientes sucios y descolocados y le faltaba alguna pieza. Se detuvo y me dijo que le chupara la boca para no desperdiciar su «valiosa» saliva. Por temor obedecí aunque sentía asco. Estuvimos así más de quince minutos, morreando e intercambiando saliva.
Pasó una pareja e intenté pedir auxilio, pero no pude. Tenía mi boca sellada con la suya y su mano apretaba fuertemente mi garganta hasta casi asfixiarme. Oí a la pareja decir «mira qué putita, se lo va a follar en la calle, ¿por qué no os vais a un hotel?» Imagino que ver a un hombre mayor, gordo y sudoroso morreando con una chica preciosa no podía significar más que yo era una puta.
– ¿Lo has oído? ¡Eres mi putita! -Me dijo mientras me cogía una mano y me la ponía en su bragueta que estaba a punto de estallar.
De un tirón me bajó el pantalón vaquero, puso su mano a la entrada de mi vagina para masturbarme y al notar que estaba empapada se rió y me dijo que era una verdadera cerda, «su putita». Al sentir sus arrugadas manos en mi zona más sensible pegué un respingón. Me pegó otra bofetada y me dijo que me estuvera quietecita, que ahora era suya y me empezó a masturbar a una velocidad frenética. Al principio me hacía daño, pero después… me humedecí y me iba a correr cuando paró para meterme dos dedos por el coño. Le rogué que no lo hiciera porque era virgen, pero no fue necesario, «lo tienes muy cerradito, no es normal en una guarra como tú, de momento lo dejaremos así, a lo mejor este chochito cerrado va a ser una ayuda para mi jubilación, jajaja.» Yo no sabía en ese momento a qué se refería.
Me pegó otro morreo y me llevó a su coche sin parar de sobarme el culo. Antes de llegar me quitó el pantalón «para que la gente viera lo zorra que era» y me obligó a andar en bragas por la calle. Me tapaba la chaqueta de cuero que apenas me llegaba a la mitad del culo, así que la gente se quedaba mirándome y pensando que era una prostituta, mientras el taxista se reía.
Junto al coche me desnudó completamente y cubrió mis pechos de escupitajos diciendo que eran muy pequeños y que los iba a agrandar. Tiraba con fuerza de los pezones hasta que no daban más de sí. Creía que me los iba a arrancar. El dolor era insoportable, casi me desmayé. A veces paraba de tirar y me daba una fuerte bofetada en mis blanquecinas tetas, que estaban enrojecidas. Otras veces me las mordía llegándo a hacerme sangrar. Después se las metía en su pegajosa boca para calmarme, según decía, y la verdad es que me encantaba que me las humedeciera con su saliva. En ese momento sentía miedo y dolor, pero, extrañamente, también placer.
Cuando se cansó de torturarme los pechos abrió la puerta trasera del coche y me empujó dentro. El olor era nauseabundo, seguro que no había lavado los asientos en mucho tiempo. Se metió conmigo y se bajó la bragueta, ordenándome que le chupara la polla. Tenía un fuerte olor a orín y unas manchas blancas en los pliegues que me mandó limpiar con la lengua. Me dio tanto asco que casi vomito, me golpeó y me obligó a tragármelo amenazando con estrangularme.
Como yo nunca había hecho una mamada se quejó y me dio otra bofetada, yo tenía las mejillas enrojecidas. Me mandó que la chupara como si fuera un helado y así lo hice. Me obligó abrir la boca y me escupió dentro «¡así tienes más saliva, zorrita!» Se la empecé a mamar como si fuera un caramelo mientras él me cogía de la nuca y empujaba para meterla en lo más profundo de la garganta sin dejarme respirar.
Después me tapó la nariz y cuando estuve a punto de asfixiarme se corrió dentro de mí. Sentí como aquel líquido caliente y espeso bajaba por mi garganta hasta llegar a mi estómago. Tenía un sabor agridulce que era nuevo para mí. Cuando por fin sacó su verga de mi boca, unos hilillos de saliva espesa y semen me unieron al viejo.
Sin tiempo para reaccionar se bajó el pantalón y me puso su gordo y peludo culo en la boca. El olor era nauseabundo, seguro que no se había lavado desde hacía mucho tiempo. Me obligó a chuparlo y obedecí con repugnancia. A veces metía un poco la lengua como me mandaba. Cuando estaba limpio y brillante por mi saliva lo retiró, quedándose su asqueroso olor en mi nariz y su sabor en mi boca.
“Ahora te toca disfrutar a ti, perra sucia, no creas que soy un egosita». Me dijo y empezó a pasar su lengua áspera y húmeda por mis labios vaginales. La verdad es que se notaba que tenía mucha experiencia, humedecía y succionaba mi clítoris con gran habilidad mientras pasaba sus gruesos dedos por mi vagina que estaba chorreando y me corrí. Él se dio cuenta y se rio, «lo ves como eres una guarra reprimida, lo supe desde el momento en el que entraste en mi taxi. Espero que no me manches el asiento con tus fluidos porque si lo haces te tendré que castigar, puta viciosa.»
Después empezó a chuparme el agujero del culo, lo succionaba y lo escupía hasta que sin avisar me metió un dedo. Yo gemí con miedo, aunque no me atrevía a gritar. «Ya que eres virgen te voy a follar el culo, ya veremos más adelante cómo te estrenamos.» Le rogué que no lo hiciera. Sacó el dedo de mi culo y me ordenó que lo chupara, sabía a mi ojete, pero era un aroma a rosas comparado con el suyo que me había obligado a lamer antes. Sin apiadarse de mí, me metió dos dedos por mi estrecho orificio que se dilató un poco. Me produjo un enorme dolor, pero también me estaba empezando a calentar.
A pesar de su edad, el taxista ya estaba empalmado otra vez, debía haberse tomado algo. Se humedeció con saliva el glande y lo puso en la entrada de mi estrecho ano, mientras con las manos apretaba mi cuello. Estaba muy asustada pero también excitada. Me ensartó de golpe, sin condón, de una sola embestida hasta el fondo. Aunque no la tenía muy grande me dolió muchísimo porque era la primera vez que algo entraba por ese apretado agujero y no estaba lubricado. Me sodomizó violentamente, a un ritmo frenético, como un perro montando a su hembra.
El dolor era insoportable, como si me estuvieran partiendo por dentro, pero cuando tras muchas embestidas relajé mi esfínter y se dilató ajustándose a su glande tuve un enorme orgasmo siendo enculada. Mis piernas temblaban. Se vino dentro de mí y al sentir el calor de su semen en mis entrañas yo también me corrí. Después me la metió en la boca para que se la limpiara. Amargaba porque estaba sucia de mi sangre, de mis heces y de su semen, pero me encantaba el sabor… La dejé limpia y brillante.
Metió un dedo en mi culo para taponarlo hasta que me puse las bragas pues no quería desperdiciar «su valiosa leche», para llevarla «de recuerdo dentro de mí”, me dijo. Como despedida me dio un largo y húmedo beso en la boca y su número de teléfono en una hoja por si quería repetir. Decía que estaba seguro de que iba a ser su putita porque bajo mi cara inocente se ocultaba una gran cerda que deseaba ser dominada y emputecida y que él me iba a domar y sería mi dueño. Sus sucias palabras ya no me molestaban, al contrario.
Cuando volví a mi casa me dolían terriblemente los pezones y el culo. Aún así, me masturbé enloquecida mientras chupaba las bragas empapadas de la semilla de aquel viejo, su sabor agrio me deleitaba, y me volví a correr una vez más. El taxista iba a tener razón, era una verdadera zorra… Su zorra.
A la mañana siguiente creía que todo había sido una pesadilla motivada por los excesos del alcohol de la noche anterior. No podía aceptar que aquel hombre mayor y asqueroso me hubiera sodomizado y que además yo lo hubiera disfrutado como una vulgar ramera. El dolor de los pezones me devolvió a la realidad. Fui al baño y al verlos en el espejo me asusté. Estaban muy abultados e inflamados debido a los mordiscos y estiramientos a los que los sometió el taxista. No había sido un sueño. Además, notaba escozor en el ano. Me pasé la mano y encontré restos de semen reseco y sangre.
Como era domingo no tenía que ir a clase, así que podía recuperarme de las torturas a las que me había sometido aquel sádico. Un enorme sentimiento de culpa me invadió y me eché en la cama a llorar.
Limpié cada centímetro de mi piel con agua caliente en la ducha. Al enjabonarme el ano sufrí un suplicio porque lo tenía muy irritado y algo dilatado. Aprovechando que mi madre tenía una crema para hemorroides me la unté y eso me alivió un poco el dolor. Empecé a temer la posibilidad de que me hubiera contagiado alguna enfermedad de transmisión sexual. La idea de que me hubiera transmitido el SIDA aquel sucio pervertido me aterraba.
A las doce me llamó mi novio, me dijo que estaba estudiando para el examen del lunes y me preguntó qué tal me lo había pasado la noche anterior. Le mentí y le dije que le había echado mucho de menos. Quedamos al día siguiente por la tarde, después de que terminara su examen.
Junto a la puerta estaba la chaqueta de cuero que había llevado la noche anterior, colgada y sucia con una mancha blanca de saliva o semen reseco del taxista. Aquella mancha, no sé por qué, me atrajo. Eran restos de mi macho y no podía desperdiciarlos así que los lamí y saboreé hasta que la chaqueta quedó brillante y limpia. Al levantarla encontré la nota que me había dado el taxista con su teléfono.
Al día siguiente quedé con mi novio. Me puse un pantalón holgado y un jersey ancho para que no me lastimara los doloridos pezones. Mi novio me saludó con un suave morreo que me supo insulso comparado con los del depravado taxista. La boca le sabía estupendamente en comparación con la de aquel repugnante ser. Sin embargo, no me produjo nada de excitación ser tratada con tanta delicadeza…
Fuimos a un bar y tomamos unas tapas con unas copas y regresamos pronto a casa. Mi novio me acompañó galantemente hasta el portal. Allí me dio otro beso en los labios e intentó sobar mi pecho por encima de la ropa a lo que me negué aduciendo que los tenía doloridos porque me iba a venir la regla.
Al día siguiente no fui a clase, no tenía ganas, así que me escapé a un instituto de belleza para darme un capricho y ponerme guapa. Pedí un corte de pelo moderno y una peluquera me dijo que me parecía a la actriz porno Hannah Hays. Me sentí halagada y un poco curiosa porque nunca había visto una película suya.
Aprovechando una oferta me hice una depilación integral. Pasé a una cabina con una de las peluqueras y me dijo que me desnudara sobre la camilla. Me facilitó una toalla con la que me tapé pudorosamente, pero la chica sin mirarme me la quitó dejándome únicamente con un tanga desechable. Cuando llegó a mi vello púbico me preguntó si quería rasurarlo también. Le dije que sí y me indicó que me quitara las bragas.
Me las quité y me abrí de piernas cohibida para que se adentrara en ellas y pudiera recortar el vello con unas tijeras. Luego extendió una loción suave con una brocha y empezó a pasar una maquinilla rozando suavemente mis labios. Aunque no me gusten las mujeres la situación era muy excitante y creo que estuve cerca del orgasmo, ella se dio cuenta porque me miró a la cara sonriendo.
Cuando estaba completamente rasurado me puso una crema hidratante y después una toallita caliente para finalizar.
Salí de la peluquería con una gran calentura. ¿Qué me estaba ocurriendo? Era un volcán en erupción. Ansiaba llamar al taxista baboso que me había dado placer torturándome y reventándome el ano. No podía controlarme. Deseaba sentirme usada por aquel cerdo, aunque fuera un sucio y horroroso viejo.
Entré en internet para ver algunas películas de Hannah Hays. Parecía como yo una chica tan inocente… y, sin embargo, se la follaban blancos y negros con trancas como brazos. Me masturbé viendo porno por primera vez en mi vida. La película que más me excitó fue una en la que era follada y sodomizada brutalmente por un señor mucho más mayor que ella.
Pasó una semana y no pude aguantar más, por fin me armé de valor y marque el número del taxista, necesitaba escucharle. Sonaron diez tonos, que me impacientaron, hasta que contestó.
– ¿Diga? -Preguntó con su ronca voz. Al escucharlo tuve miedo.
– Soy Vani … -Le dije inocentemente y con voz temblorosa.
– ¿Quién?
– Vani… -Contesté con voz temblorosa-. Me llevó en su taxi y… Bueno, nos enrollamos…
– Ah, ya me acuerdo, la rubita guarra a la que le estrené el culo en mi coche.
– Sí…
– Todavía me duele la polla de romperte el ano, qué cerrado lo tenías. Y qué viciosa eres… Supongo que me llamas porque estás deseando volver a verme, ¿verdad?
– Si… -Contesté excitada por su sucia manera de hablar.
– ¡No te he oído bien! – Gritó con voz autoritaria.
– Si…
– Vaya, así que supongo que no has tenido bastante. Te rompí tu culito de niñata y aún así me llamas, jajaja, ¿sigues siendo virgen por el coño?
– Sí…
– Eso está bien, jajaja. Seguro que el estúpido de tu novio no te trata como yo, jajaja.
No sabía por qué me comportaba de aquella forma tan cobarde y sumisa con un hombre que no tenía ningún tipo de atractivo físico. Era más bien un tipo repulsivo, sucio, mucho más viejo que yo y con una barriga grasienta y prominente. Era una especie de droga, un magnetismo demencial.
– ¿He sido el primero del que te has bebido su corrida?
– Si.
-¿Y te gustó el sabor?
– Al principio amargaba, no la supe degustar, pero después me dejó un gusto placentero.
– Y te gustaría beber más leche de macho, jajaja.
– Lo deseo mucho. -Contesté como una autómata.
– Si quieres volver a saborear mi leche tendrás que aceptar mis reglas y superar unas pruebas muy duras para demostrarme tu absoluta sumisión. ¿Estás dispuesta perrita?
– Sí
– La primera regla es que vistas siempre como una puta. ¿Llevas bragas o tanga?
– Bragas.
– Cuando me hables, y sólo lo harás cuando te pregunte, me dices señor o amo.
– Bragas… Señor.
– Pues quítatelas y tíralas a la basura. Las putas tenéis que llevar el coño al aire o con tanga cuando te lo permita, ¿lo has entendido?
– Sí, señor.
– Ahora vamos a jugar un poco. ¿Estás sola en casa?
– Sí, amo.
– Ve a la cocina y coge un plátano, el más grande que haya.
Fui a la cocina y cogí un enorme plátano del frutero. Estaba bastante verde y duro. Volví a la habitación donde me esperaba mi dueño a través del teléfono.
– Ya estoy aquí, mi señor. -Le dije.
– Muy bien, vamos a hacer una videollamada, quiero ver como me obedeces y te sometes a mi voluntad.
Empezamos una videollamada, aquel depravado quería verme en la intimidad de mi habitación pero no me importaba.
– Empieza a masturbarte con el plátano pero no te lo metas en el coño, quiero que sigas siendo virgen.
Obedecí sus órdenes, aquella fruta resbalaba fácilmente por mis labios empapapados. Cuando estaba a punto de correrme me hizo parar.
– Ahora chupa el plátano con la punta de tu lengua y saborea tus fluidos.
Era la primera vez que degustaba el manjar que manaba de mi coño y me gustó el sabor.
– ¿Sabe a jugo de puta? -Me preguntó.
– Si, señor.
– ¿Y te gusta?
– Me encanta, mi amo.
– ¿Te gustaría follar con tu lengua el coño de otra perra y beberte sus fluidos?
– Me encantaría saborear otro coño si usted me lo ordena, señor.
– Haz una mamada al plátano y métetelo hasta el fondo de la garganta.
El viejo dio la vuelta a su móvil, para que viera cómo se escupía en la mano y se hacía una paja mientras yo chupaba el plátano. Cuando estaba atragantada por aquel enorme trabuco me hizo sacarlo de la garganta y masturbarme de nuevo con él.
– ¡No te corrras hasta que te de permiso, cerda! – Me gritó.
Yo estaba tan caliente que hasta me dolía de aguantarme el orgasmo pero obedecí como la esclava pervertida en la que me estaba convirtiendo. Me temblaban las piernas de lo caliente que estaba.
-¡Puedes correrte! -Me dió permiso y me vine en un tremendo orgasmo, gimiendo como una perra en celo, sin apartar el teléfono de mi coño chorreante para que mi dueño lo viera bien.
– Has sido una perrita muy obediente, y como premio te voy a guardar mi leche para que te la tomes cuando vengas a mi casa. -Me dijo y me mostró un vaso pequeño donde se había corrido y depositado su semen que me guardaría para mí.
– Será un privilegio beberme su semen, señor.
– Estoy seguro. Vas a venir a mi casa esta tarde a las ocho. Vas a llevar la falda más corta que tengas, una que te tape sólo el culo y un top fino y ajustado a tus tetitas de zorra que marquen bien los pezones que seguro te dolerán todavía, y sin nada más. Ten mucho cuidado porque este barrio es muy peligroso, si te violan y te desvirgan te jodes, es problema tuyo, pero ya no te volveré a ver nunca más. ¿Lo has entendido?
– Si, señor.
– Otra cosa, tendrás que comer algo con el chupito, así que quiero que te metas en el culo diez aceitunas negras y que las traigas dentro de ti hasta que llegues a mi casa.
Me dio la dirección y colgó sin despedirse.
Yo cogí unas aceitunas de la nevera y una botella de aceite para lubricarlas y, con mucha dificultad me las fuí introduciendo una a una dentro de mi recto, con mucho dolor, hasta que conseguí que entraron todas.
Pasé el resto del día pensando en mi cita y con molestias por las aceitunas que no paraban de moverse dentro de mis tripas.
Como no tenía una falda tan pequeña, corté una minifalda justo para que me tapara los mofletes del culo como me había ordenado. Y me puse un top minúsculo, como de muñeca, que nunca antes me había atrevido a estrenar.
Me miré en el espejo y parecía una verdadera prostituta. Me acorde de la película de Hannah Hays follando con un viejo y me excité, estaba ansiosa por saber qué iba a hacer conmigo mi amo.
El barrio estaba en la parte más deprimida de la ciudad. Las construcciones eran casi más antiguas que el taxista y formaban un decorado decrépito y deprimente. Nada más bajar del Metro me empezaron a molestar las aceitunas que alojaba en mi recto, andaba de forma extraña porque tenía la tripa hinchada y sentía unas ganas enormes de hacer de vientre. Con la pinta de puta que tenía los hombres me miraban de forma amenzante y pasé mucho miedo.
Cuando llegué a la puerta del viejo libidinoso me asaltaron las dudas. Mi cabeza me aconsejaba huir de sus garras, pero algo irracional me obligaba como un imán a participar en su inmundo y depravado juego. La situación me producía un morbo tremendo y me sentí más viva que nunca, pero tenía miedo y algo de asco por la corrupción a la que era consciente estaba siendo arrastrada, era como una droga que cuanto más daño te hace más la necesitas.
Llamé a la puerta. Abrió sin decir palabra. Eche un vistazo al interior y era una pocilga tal y como me lo imaginaba y tal y como era su dueño. Sin hablarme me dio un morreo. Acababa de comer una lata de sardinas y una mancha de aceite caía por las arrugadas comisuras de sus labios. Llevaba una camiseta sin mangas vieja y sucia que olía a sudor rancio como todo él.
Me metió la lengua hasta la campanilla y empezó su asqueroso intercambio de saliva y restos de sardinas que estaban incrustados en sus mugrientos dientes. Se separó para darme dos bofetadas y para tirarme de los pezones. Incomprensiblemente sentí mi vagina humedecerse.
– Me gusta tu modelo de zorra, seguro que esta noche se van a hacer muchas pajas pensando en ti, jajaja, pero yo soy el que te sodomizaré y te meteré toda mi leche. Aunque quizá tengas una sorpresa si te portas bien. Me dio otras dos fuertes bofetadas como premio. Mis mofletes se pusieron rojos.
– ¡Levántate la falda! – Me ordenó despóticamente. Obedecí sumisa. Le enseñé mi culo desnudo haciendo esfuerzos para que no se salieran las aceitunas. -¡Date la vuelta! Menudo culito tienes, estoy deseando follarlo. Y te has depilado entera para gustar a tu macho, a ver si te lo mereces…
Me levantó el top y dejo mis pechos al aire. Decía que ya las tenía más grandes gracias a él. Empezó a estirar mis pezones con fuerza, sin ninguna piedad, parecía que me los iba a arrancar como la vez anterior.
– ¡Chúpamela, puta, que acabo de mear y está muy sucia como a ti te gusta!
Bajé a comerme aquel glande que tenía una secreción blanquecina y olía a orina. Me cogió la cabeza como me hizo en su taxi, pero, en lugar de ahogarme me folló con rudeza la garganta. De mis ojos salían lágrimas lo que le excitó aún más y me penetró con más fuerza la boca hasta que se corrió dentro de mí, y yo, sin preguntarle, me lo tragué y seguí lamiendo hasta que se la dejé limpia y brillante.
– ¡Joder qué perra eres!, todavía no te he roto el culo y ya has hecho que me corra, menos mal que me he tomado la pastilla azul. – Me dijo. Luego se bajó los pantalones y se dio la vuelta, yo ya sabía lo que tenía que hacer. Su ojete estaba sucio, parecía que no se había limpiado. Apretó mi cara contra él y empecé a lamerlo degustando el sabor asqueroso a porquería reseca que a mí me sabía a gloria.
De repente se separó y me miró riéndose. Me llevó a un espejo para que me viera. Tenía la cara llena de babas y de churretes blancos de su semen. Parecía la guarra más sucia del mundo. Y lo era. Se le ocurrió una idea, me llevó a la bañera y me dijo que me metiera allí y empezó a orinarme por encima, «para limpiarme» de sus fluidos. En lugar de repelerme, me gustaba sentirme humillada por aquel pervertido.
Sin dejarme lavar me llevó al salón, puso un plato en el suelo y me ordenó que expulsara las aceitunas de mi culo. Mientras me ponía en cuclillas encendió el móvil y me grabó expulsando las aceitunas, no podía sentirme más indefensa, humillada y caliente.
Después me trajo el chupito de semen que me había guardado de la paja que se hizo durante nuestra videollamada, y me dijo que me lo bebiera para acompañar las aceitunas que me oredenó comer.
– ¿Están buenas guarra? Han ido de tu culo a tu boca, jajaja
– Saben bien, señor.
– Porque eres una puerca y a las puercas os encanta la mierda.
Terminada mi «merienda» y como yo pesaba muy poco, apenas 45 kg, me levantó en volandas y me metió la cara dentro de la taza del wáter. Me ordenó que abriera el culo sobre el que escupió varias veces, y después de ensalivarse el glande «para no hacerse daño», según me dijo, de una sola embestida me la clavó hasta el fondo produciéndome un horroroso dolor que pareció excitarle sobremanera.
Cuanto más gritaba y gemía más rápido y profundo me la clavaba, escupiéndome al mismo tiempo por todo mi cuerpo y en mi pelo. Empujó mi cabeza contra la taza del retrete, que no tenía tapa, hasta que mi boca y mi nariz estuvieron sumergidas en el sucio líquido. No podía respirar, pero a él eso le excitaba más y seguía follándome bestialmente el culo como un perro en celo. Noté su viscoso y caliente esperma llenar mis tripas y entonces yo también me corrí.
Por fin me soltó la cabeza y pude respirar, le faltó poco para ahogarme aquel día. Vomité el agua del inodoro que había tragado y me pegó una fuerte bofetada diciendo que había echado también su valioso esperma que estaba en mi estómago. Miré en el espejo del baño y por un momento me sorprendí de la imagen grotesca que reflejaba: un hombre tan mayor y asqueroso unido por el culo a una preciosa chica como yo que, inexplicablemente, disfrutaba con su humillación.
Sin que me lo ordenara limpié con mi boca su glande que tenía restos de lefa y un líquido como de aceitunas.
Después me mandó que le enseñara las tetas. Obedecí y me dijo que les iba a poner un piercing porque le gustaba y le daba la gana porque eran suyas. Trajo dos agujas de coser y me atravesó con ellas los pezones sin esterilizarlas ni limpiarlas, produciéndome un pavoroso dolor. Luego tiró de los alfileres todo lo que pudo atormentando mis pezones una vez más, pero el dolor me excitó.
– Bueno, putita, esto no ha sido nada. La verdadera prueba va a empezar ahora. Quiero que te vistas únicamente con la minifalda y este collar. Nos vamos a buscar a alguien, te lo has ganado, va a ser tu premio. -Me dijo tendiéndome un collar de perro. – Así, todos verán que eres mi perra a la que hago lo que me da la gana y por donde me da la gana. Vamos a ir a un sitio a ver si eres realmente tan guarra como me gusta y, tal vez, te dejaré tener el honor de ser mi yegua domada y que te reviente otra vez tu estrecho ojete.
Como me dijo el depravado taxista, la primera prueba iba a comenzar ahora y debía superarla para ser digna de ser su amante. Me obligó a salir vistiendo únicamente la minifalda que apenas me tapaba los mofletes del culo y con el pecho al aire, con los pezones atravesados por las agujas que me había clavado.
Como no llevaba mi tanga, el semen que tenía dentro del culo se me desparramaba por las piernas. Con esta facha nos encontramos a un anciano vecino en la escalera que me miró perplejo y lleno de lascivia. Mi depravado amante le dijo que yo era su puta y que si tenía dinero otro día me dejaría follarme que era la tía más pervertida que había conocido, y para demostrárselo tiró de las agujas de los pezones y me escupió en la boca ordenándome que me lo tragara como hice.
Cuando salimos a la calle mi amo me dijo que lo había hecho muy bien y que le iba a hacer ganar mucho dinero si seguía así de guarra y me dio un húmedo morreo como premio.
Por el camino lo pasé un poco mal porque me avergonzaba ir prácticamente desnuda, aunque por suerte era de noche y no había nadie paseando. Al mismo tiempo, me sentía erotizada por atreverme a caminar desinhibida, con el pecho al aire, a la vista de cualquiera que tuviera la suerte de cruzarse con nosotros.
Nos sentamos en el taxi. Mi amo se dio cuenta de que se me estaba saliendo su leche del culo y que estaba manchando el asiento, por lo que me ordenó que lo limpiara con la lengua. Cuando el asiento quedó brillante de mi saliva abrió el maletero y me obligó a meterme dentro porque decía que las perras no podían viajar sentadas. Me dio mucho miedo entrar en aquel lugar angosto y oscuro, pero obedecí.
Paró media hora después. Bajó del coche y abrió el maletero. Estábamos en algún polígono industrial. Las calles eran muy oscuras y estaban vacías. Percibía un amargo olor a madera quemada. A mi alrededor había enormes edificios de ladrillo cerrados y completamente vacíos. En ese momento temí lo que el taxista podía hacer conmigo en aquel lugar recóndito.
Por suerte me dejó ponerme la minúscula camiseta con la que había salido de mi casa y que el taxista se había guardado en el bolsillo, así pude taparme el pecho. Antes de ponérmelo, de un tirón me quitó las agujas que tenía clavadas en los pezones porque no quería que le acusasen de maltratarme si nos veía la policía, me dijo. Y me ordenó que le diera las gracias por dejar que me tapara como así hice. De mis pezones salieron unas gotitas de sangre que mancharon mi camiseta.
Me colocó una correa en el collar de perro que me había puesto en su casa y tirando de ella me obligó a caminar a cuatro patas lo que me producía un enorme sufrimiento porque las aceras estaban llenas de cristales rotos que se me incrustaban en las rodillas.
Cuando llegamos a la única farola encendida me dijo que me tenía que marcar para que recordara quién era mi dueño porque yo no era más que una perra de su propiedad. Se bajó la bragueta y empezó a masturbarse hasta que me llenó la cara y mis pequeños pechos con su lefa, ordenándome que no me limpiara. El líquido estaba caliente y me gustó mucho pero no me dejó limpiarle la polla y me quedé con ganas de degustarla.
Cerca de la farola había una especie de caseta de un transformador de luz abandonado y casi destruido que parecía una perrera. Olía a basura y excrementos acumulados. Mi amo me ató a la farola y entró en la caseta. Estuvo dentro casi cinco minutos en los que estuve sola y me parecieron una eternidad. Por fin salió y me dijo que ya estaba preparada mi primera prueba de sumisión. Consistía en entrar en aquella caseta nauseabunda y mugrienta y demostrarle que era capaz de cualquier cosa por él. Yo asentí, aunque tenía mucho temor de las cada vez más depravadas formas de domarme que tenía mi dueño.
– Muy bien, tienes que entrar en esa perrera y hacerle una mamada al tipo que está dentro, te puede tocar y magrear lo que quiera, pero nada más, ¿entendido? Sólo me ha pagado cinco euros por ti, así que no tiene derecho a nada más. -Me dijo con su voz autoritaria.- Como ves es una prueba sencilla, sólo entra ahí y se la chupas a ese tipo y te tragas su leche, eso sí.
– Sí, señor. -Asentí presa del terror.
Me soltó la correa del collar y entré en la caseta. Dentro olía a excrementos, meadas y comida rancia. Había una especie de colchón que estaba negro de mugre, y muchos cartones vacíos de vino barato alrededor. Sobre el colchón me sonreía un vagabundo que parecía tener cien años. Le apestaba a vino el aliento. La repugnancia que sentí me hizo plantearme abandonar el juego, no me sentía capaz de superar mi primera prueba, pero si no lo hacía ya podía despedirme de mi pervertido amo.
– ¿Tú eres la puta que me la va a chupar? -Me preguntó el vagabundo.
– Sí, supongo… – Contesté indecisa.
– Hace mucho que no me la chupan. No me lo puedo creer, si eres una monada. La tengo un poco sucia, hace años que no me lavo, espero que te dé igual como me ha dicho tu chulo. -Dijo mientras reía mostrando su boca desdentada y sucia.
– Ha pagado por mí. – Fue lo único que acerté a contestar.
– Si, cinco euros, jajaja, qué barato te venden. ¡Vamos! ¡Abre la boca!
Avancé con mucho asco. Se bajó los pantalones y apareció una tranca sucia y bastante más grande que la de mi maduro amante. Sentí arcadas antes de tocarla. Temía que me contagiara alguna enfermedad aquel miembro roñoso. Me llegó un olor nauseabundo cuando acerqué mi lengua para chuparla.
Intenté aguantar la respiración para poder superar aquella dura prueba que me había impuesto mi amo. El anciano vagabundo, cogiéndome con fuerza de la nuca, me la incrustó de golpe hasta la garganta. No podía casi respirar porque los mugrientos pelos de su pubis se me metían por la nariz.
La sacó de repente riéndose, mientras yo, que no paraba de tener arcadas, me empapé de mi saliva y del vómito que se vertía de mi boca.
Su glande Vani ahora más limpio y brillante, lo había lavado bien con mi saliva. Continué lamiéndola tal y como mi amo me había enseñado, degustándola como si fuera un helado. Cuando no pudo más, me atravesó la garganta otra vez y se corrió dentro de mí.
No sé cuánto tiempo llevaba sin meterla porque no paraba de manar leche de aquel enorme rabo que iba cayendo directamente a mi estómago.
Cuando descargó sus huevos me mandó que se la limpiara con la lengua, y cuando lo estaba haciendo, un potente chorro salió de la punta de su glande mojándome la cara, el pelo y la ropa. ¡Me estaba meando encima el muy cerdo! Me aparté, eso no estaba en el trato, e insultándole salí de la caseta empapada por su orina mientras él se reía.
– ¡Eres una puta cerda! ¡Que te aproveche mi leche, so guarra! ¡Ya vendrás a por más! – Me gritó amenazadoramente.
Me escapé corriendo. En la calle hacía mucho frío y yo estaba casi desnuda y empapada de pis y semen. Además, el coche de mi amante había desaparecido y no tenía dinero para volver a casa ni un móvil con el que solicitar ayuda. Me sentí aterrada.
Temblando comencé a andar. Si me quedaba allí parada podía ocurrirme cualquier cosa y el frío se me clavaba hasta las entrañas. Tras caminar más de veinte minutos vislumbré una calle iluminada por hogueras, que, según supe cuando me acerqué, utilizaban las prostitutas callejeras para guarecerse del frío a la espera de sus clientes. Vi un taxi con el chivato verde encendido, pero cuando lo paré y le expliqué que no tenía dinero se negó a llevarme, aunque le ofrecí pagarle la carrera al llegar a mi domicilio añadiendo una generosa propina.
Pasé entre aquellas mujeres que me miraban recelosas por si «una cría tan joven les quitaba los clientes», me gritó una prostituta que no debía tener más de veinte años y que exhibía unas enormes y firmes tetas desnudas sin ningún tipo de pudor. Le pregunté que dónde estábamos y ella, mirándome como a una demente, me respondió con ironía que en un polígono industrial, y que me fuera a tomar por culo que no quería que le causara problemas.
De repente un coche se paró a la altura de la prostituta. Ella se apoyó en la puerta exhibiendo sus enormes tetas aplastados contra el cristal. El conductor bajó la ventanilla y escuché decirle: «quince por chupar, veinte un completo». El chófer dudó, pero una nueva mirada a aquellas enormes tetas le decidieron y abrió la puerta para que subiera. Antes de que se marcharan le pedí permiso para calentarme en su hoguera, me dijo que se la cuidara pero que si le quitaba un solo cliente me iba a matar su chulo o ella misma. Cerró la puerta del vehículo y les observé perderse en una calle cercana más discreta.
Aproveché su ausencia para calentarme. La ropa se secó rápidamente por la cercanía del fuego, aunque me sentía sucia y humillada por haber sido tratada como una pervertida por el vagabundo y, sobre todo, porque desconocía si mi amante se había ido enfadado conmigo o si me había dejado abandonada a propósito para degradarme un poco más sabiendo que las situaciones extremas a las que me exponía me enardecían y aumentaba más mi demencial deseo hacia él.
La prostituta volvió en apenas quince minutos limpiándose la boca con una toallita. Le agradecí que me hubiera dejado calentarme, pero me gritó que me largara porque como la viese su chulo nos iba a matar a las dos. Le pregunté que por donde se iba a Madrid y me señaló una calle, aunque me indicó que estábamos muy lejos del centro. A pesar de la distancia me despedí de ella y me fui caminando para no causarle problemas.
No había callejeado más de cinco minutos cuando un enorme camión se detuvo a mi lado y se abrió la ventanilla del conductor. Se asomó un hombre y me pregunto «¿cuánto?» Yo había visto cómo se había comportado la prostituta con su cliente, y pensando que era la única solución para poder regresar a casa esa noche, le dije que «veinte euros un completo». El camionero me ordenó que subiera a la cabina y obediente me encaramé sobre las escaleras, abrí la puerta y entré en aquel enorme y cálido habitáculo. Lo que me ocurriera no podía ser peor que estar extraviada en un polígono industrial repleto de prostitutas y yonquis.
Aquel tipo tendría unos cincuenta años. Era grande y estaba muy gordo, se le notaba en los ojos el cansancio de una larga jornada de trabajo. El camión olía a comida. Me vio mirar hambrienta un sándwich que había sobre la guantera y me preguntó que si quería la mitad. Me lo comí ansiosa y me sentó muy bien ya que tenía el estómago vacío excepto por el semen de mi amo y del repugnante vagabundo.
Me pagó con un billete de veinte euros que guardé en mi bolsillo, no sin antes preguntarme la edad porque decía que no aparentaba más de dieciséis años a lo sumo y no quería «ningún marrón». Le aseguré que tenía dieciocho, aunque no llevaba ninguna documentación encima que lo pudiera probar. El camionero estaba muy excitado así que decidió asumir el riesgo y follarme, aunque dudaba de mi edad.
Cuando me hube terminado la comida le pedí algo de beber a lo que me contestó que me bebiera su leche y se sacó una enorme polla que debía medir alrededor de treinta centímetros y era casi del grosor de mi brazo. Sin previo aviso, acercó su glande a mi boca y me la intentó meter, pero aquella enorme estaca no cabía en mi boca. Me ordenó que se la chupase para lubricarla y así lo hice. La cubrí de mi saliva y de la suya porque el muy cerdo me escupía a veces en los labios.
Cuando ya estaba totalmente empapada aquella descomunal verga, conseguí cubrirla despacio con mi boca, aunque notaba cómo si se me desencajara la mandíbula. Su polla se acoplaba por completo en mis labios.
Estuvo follándome la boca casi quince minutos hasta que, por fin, explotó inundando mi garganta con su abundante y pegajoso semen. Si el vagabundo ya soltó dentro de mí una enorme cantidad de leche, el camionero debió llenarme el estómago porque parecía que nunca se terminaran de vaciar sus gordos testículos, era como un caballo eyaculando en su yegua.
Me tragué como pude la descomunal corrida, aunque parte de su semen se quedó pegado a mi garganta y me dio una tos fuerte. Me acercó una botella de agua que me facilitó engullir su viscosa y espesa corrida. En la boca se me quedó un sabor amargo a pesar de que me enjuagué repetidas veces con el agua de la botella.
Cuando se me pasó la tos me dijo que ahora quería follar. Le dije que ya se había corrido, pero insistió en que había pagado por joderme y que lo iba a hacer ahora mismo. Me acorde de mi amante que me había advertido de que si dejaba de ser virgen no volvería a verle así que me negué.
El camionero me gritó amenazadoramente que «si no me follaba le tenía que devolver el dinero». Como yo necesitaba imperiosamente los veinte euros para volver a casa, le ofrecí hacerle una paja u otra mamada a lo que se negó. Entonces, a pesar del terror que me daba la idea, le dije que podía darme por culo. Me preguntó sorprendido que si por el mismo precio. Asentí y empezó a bufar de excitación pensando en taladrar con su enorme tranca mi estrecho culito casi adolescente.
Le pedí un condón, pero me dijo que no tenía, que yo era una puta por lo que tenía que haber traído el condón. Le dije que no tenía, pensando que desistiría así de la idea de romperme en dos, pero no fue así, casi obligándome berreó que había pagado y que me iba a meter la polla por el culo por las buenas o por las malas. Que si colaboraba sería mejor para mí.
Sin dejarme contestar me puso a cuatro patas sobre la litera y empezó a chuparme el ano quejándose de que me olía fatal. Sin duda se debía a los restos de semen reseco de mi maduro amo. Me excusé diciendo que no esperaba que me fueran a penetrar por ese agujero. Se rio y se engrasó un dedo con el aceite de oliva de una botellita que llevaba en el camión, luego lo introdujo con delicadeza por mi recto para dilatarlo diciéndome que no era un animal y que me relajara que iba a disfrutar mucho.
Metió el dedo hasta el fondo y empezó a moverlo dándole vueltas y luego empezó a follarme con él. Yo relajé el esfínter y empecé a sentirme muy caliente. Sacó el dedo sucio y me lo metió en la boca para que se lo chupara mientras me mandaba que me estimulara el clítoris con la mano para disfrutar más.
Cuando le dejé el dedo brillante lo retiró de mi boca y me echó un chorro de aceite de oliva sobre el ojete. Después metió dos dedos despacio y cuando estaban bien dentro empezó a darles vueltas y luego a follarme con ellos el culo. Yo, mientras, me masturbaba como me había pedido y tuve un largo e intensísimo orgasmo. Como me decía el taxista, era una gran puta que disfrutaba de las situaciones morbosas más extremas. El camionero se dio cuenta y puso la punta de su gigantesco glande sobre mi agujero. Se echo aceite de oliva sobre la punta y empezó a metérmela.
Me agarre con fuerza a las sábanas temiendo que aquella enorme estaca me rompería el culo. Pero me la metió muy despacio permitiendo que mi esfínter se fuera acomodando y abrazando su enorme grosor. Cuando tenía media polla dentro de mí, empezó a moverla más deprisa. Me relajé y, aunque sentía un dolor inmenso, al mismo tiempo me corrí brutalmente, disfrutando como un animal en celo.
El camionero aprovechó mi excitación para metérmela hasta el fondo de mis tripas. Sentí que aquella enorme cosa me estaba reventando por dentro y, al mismo tiempo, me daban escalofríos de dolor y placer. Estuvo follándome el culo casi quince minutos hasta que me echó dentro otra enorme lechada digna de un caballo. Cuando se hubo vaciado salió de mí, oyéndose un sonido como un «flop» al desprenderse de la opresión de mi ojete, que quedó dilatado de una forma antinatural.
Como me había enseñado mi dueño le limpié el glande con la boca. Nos despedimos, le di las gracias y me bajé de la cabina. Al poco tiempo pasó un taxi libre que me llevó a casa. Por suerte no había nadie despierto cuando llegué por lo que nadie pudo percibir el hedor a semen y orina que desprendía.
Cuando desperté tenía un fuerte ardor de estómago, seguramente por las corridas que me había tragado de mi maduro dueño, del vagabundo y del camionero, un tremendo escozor en el ano y los pezones doloridos y amoratados. Me asusté mucho por su aspecto. Me di una ducha para quitarme el hedor que desprendía mi cuerpo, todavía sucio de las babas y del semen reseco que parecían costras, y me sentí algo mejor.
Me puse una camiseta ancha y suave y me tomé una manzanilla para intentar calmar mi estómago. Recordé las locuras a las que me había sometido mi amo la noche anterior. Me había vendido como una puta barata a un vagabundo por apenas cinco euros y luego me había abandonado a merced de cualquier pervertido en un polígono industrial vestida como una prostituta. Para colmo no me dejó dinero para volver a casa por lo que había tenido que prostituirme y chupársela a un tripudo camionero, que también me había follado el culo salvajemente y sin protección, y todo para ganar veinte miserables euros con los que poder pagar un taxi.
No podía comprenderme a mí misma, ¿cómo una chica de dieciocho años apocada y pudorosa puede terminar siendo la esclava de un hombre repulsivo y tan mayor? Tenía deseo de servirlo, de adorarlo y de que me hiciera suya de la forma más asquerosa y humillante.
Me vestí de forma cómoda y fui a una clínica para que me examinaran los pechos que estaban amoratados y me dolían terriblemente a causa de las agujas que el viejo me había clavado sin desinfectar en los pezones.
Una enfermera me curó las areolas con un desinfectante lo que me hizo temblar de dolor y, extrañamente, produjo que mi entrepierna se humedecira…, luego me recetó un antibiótico y me preguntó si me habían puesto un piercing sin medidas sanitarias en alguna tienducha y le contesté que me lo había hecho yo misma, para no delatar al taxista que me había torturado con las agujas. No obstante, me aconsejaron que fuera a un especialista porque el aspecto era preocupante y una infección podría ser fatal en una zona tan delicada.
Por la tarde estaba muy inquieta. Había abandonado por completo los estudios, únicamente quería servir a mi vicioso dueño y solo anhelaba oir su voz. Pero no me llamó ni se preocupó por mí como era normal en su mente sádica. No era para él más que un bonito y joven objeto sexual que utilizaba a su antojo y del que además esperaba conseguir dinero chuleándome como me había dicho en alguna ocasión.
Estaba ansiosa, le necesitaba como el aire o la comida. Anhelaba sentirle dentro de mí, oler su fuerte aroma, beber de su boca, chupar su cuerpo, saborear su caliente semen… Sólo imaginarlo me provocaba un éxtasis que me quemaba de placer. El sexo sucio que me proporcionaba, más que deseo, se había convertido en una necesidad para mí.
Corté con mi novio por teléfono, sin darle explicaciones. No era justo seguir engañándole por más tiempo. Necesitaba algo más sucio e intenso en mi vida, algo que él nunca me podría proporcionar.
Me entró un retortijón y vomité en el cuarto de baño. Salió de dentro de mí un líquido blanco y pegajoso que debía ser la leche de las corridas que me había tragado la noche anterior. Después me sentí mejor. Con el estómago más tranquilo me puse a buscar porno en internet. Mis búsquedas eran siempre sobre chicas muy jóvenes como yo, sometidas por maduros y viejos que las humillaban y torturaban sin piedad hasta el éxtasis. Me masturbé y me corrí convulsionándome de placer.
Cené con mis padres aquella noche. Estaba un poco mareada por las punzadas de dolor que sentía en los pezones y respondía con monosílabos a las cariñosas preguntas que me formulaban. Me preguntaron con temor si estaba tomando alguna droga porque me veían como ausente y muy cambiada. Les contesté que me dejaran en paz con mi puta vida y me fui a mi habitación cerrando la puerta de un portazo.
No me inquietaba lo que pensaran mis padres de mí. Sólo me angustiaba que mi dueño no me había contestado al teléfono ni me había llamado en todo el día y la idea de que lo había perdido me dolía más que la infección de mis pechos.
Transcurrieron varios días más en los que no supe nada de mi depravado dueño. La desesperación se adueñó de mí y no quería más que estar en la cama tumbada y sola. Había perdido hasta el apetito. Para colmo los pezones estaban cada vez más negros y me dolían terriblemente. Salía de las areolas un líquido blanquecino como gotitas de leche amarillenta.
Una noche el dolor se hizo insoportable, y además tenía fiebre, por lo que no me quedó más remedio que acudir a urgencias. Me llevó mi padre y por el camino apenas intercambiamos una palabra. Tenía cara de preocupación, me quería, pero yo no podía sincerarme con él, no me hubiera entendido.
Entré sola en urgencias. Cuando le conté al médico que me dolían mucho los pezones y que me supuraban un pus de color blanco, se asustó. Evidentemente oculté la causa de la infección aunque les reconocía que había tenido prácticas sexuales de alto riesgo. Me hicieron todo tipo de análisis para descartar enfermedades venéreas y una enfermera me curó con mimo los pezones.
El médico me aconsejó que limpiara la zona con jabón neutro y posteriormente que añadiera al lavado agua con sal. Para terminar, que aplicara una crema antibiótica que me recetó durante unos días. Me dijo que evitara echarme alcohol o cualquier otro desinfectante abrasivo que podía aumentar la irritación y que me olvidara de ponerme ningún piercing, al menos en un mes.
Lo peor fue que di positivo en una prueba por clamidias, aunque no tenía ningún síntoma. Me explicó el doctor que la clamidia puede ser difícil de detectar porque las infecciones en etapa temprana a menudo causan pocos o ningún signo o síntoma y los síntomas suelen comenzar entre una y tres semanas después de haber estado expuesto a la clamidia, y que si no recibía tratamiento me podría causar una infección grave en los órganos reproductores. Me recetó un antibiótico, ceftriaxona, y me advirtió que no tuviera relaciones sexuales hasta que no estuviera totalmente sana.
Por supuesto a mi padre le oculté todo mi diagnóstico, le indiqué simplemente que tenía una bacteria en el estómago que se curaría fácilmente con antibióticos.
Pasados unos días me encontraba mucho mejor, repuesta de las fiebres y con los pezones prácticamente curados. Ya no me molestaba el roce de la camiseta.
Cuando ya no lo esperaba, recibí una llamada de mi amante. Le hice un resumen de mi visita al hospital y no pareció muy sorprendido ni enfadado, seguro que me había pegado él la enfermedad de transmisión sexual. Dijo que, por precaución, no iba a follarme pero que tenía un trabajo para mí. Me ordenó que fuera a su casa en una hora y que no quería ver a una enferma sino a una chica sexy y provocativa porque le habían pagado para follarme el culo. Yo me sentí muy feliz de que por fin me hubiera llamado y de que me hubiera invitado a su casa, aunque temía volver a ser penetrada analmente por un desconocido.
Me vestí con una diminuta minifalda vaquera, que me quedaba muy ceñida a la piel porque la había comprado cuando tenía dieciséis años, y una blusa blanca transparente. Como no llevaba ropa interior, acatando sus órdenes, me cubrí con la misma americana de cuero que llevaba cuando nos conocimos. Me contemplé en el espejo y me emocioné pensando que se iba a deleitar con mi aspecto.
Llegué a su desastrada vivienda y me miró con frialdad y desprecio. Me tocó el pecho, que todavía estaba algo irritado, y temí que me lo fuera a torturar otra vez, pero en lugar de causarme ningún dolor me quitó la blusa y lo revisó con suavidad.
– Tengo que cuidar de tus tetas, son mi herramienta de trabajo. -Dijo observando cada centímetro de mi pecho asegurándose de que ya estaba curado.- Has pasado tu primera prueba y te felicito, aunque me has jodido con tu enfermedad de guarra.
– Lo siento, señor.
– Como eres mi putita tengo que asumir que te van a pegar de todo porque nunca vas a usar protección, así me pagarán más por venderte, pero, joder, enferma no me sirves para nada. Hoy no te voy a follar el culo para que no me contagies, así que limpia mi casa hasta que esté reluciente. Luego vas a ir con un vecino que ha pagado por tí, sería una pena dejarle con las ganas, además tómatelo como tu segunda prueba de emputecimiento.
Barrí la casa que parecía una pocilga, limpié el polvo, fregué el suelo, lavé los cristales, recogí la ropa sucia y cuando terminé, aquel cuchitril estaba limpio y ordenado.
Estaba muy cansada y sudando, pero él me recordó que tenía que ir a putear con su vecino, y me amenazó para que no le contara que estaba enferma.
– Por esta vez puedes usar condón cuando te la meta por el culo, ¡no quiero que se enfade el cliente si le pegas tu enfermedad de guarra!
Me hizo taparme únicamente con la americana de cuero, sin nada debajo, y sin abotonar para que el pervertido de su vecino se excitara y se corriera pronto para que luego subiera a hacerle una paja a él. Me sentí halagada de que me tratase como su puta y de que quisiera que le tocase el pene, aunque fuese únicamente para masturbarle.
La casa del vecino era igual de sucia y miserable. Era un hombre de más de setenta años, muy gordo y de aspecto dejado y sucio, algo más bajo que mi depravado amante y con la cabeza casi calva a excepción de unos pocos pelos descuidados que brotaban desordenadamente por los laterales de su cráneo. Donde más pelos tenía era en las orejas y en los agujeros de la nariz. Vestía una vieja camiseta rota, sin mangas y llena de lamparones y unos pantalones cortos de pijama manchados en la zona donde se distinguía el bulto de su sexo.
Nada más verme se abalanzó sobre mi para darme un morreo sucio metiéndome la lengua hasta el fondo. Sentía su ácida saliva inundando mi boca. Era una situación repugnante, pero mi amo me había ordenado servir sexualmente a aquel pervertido y yo estaba deseando obedecer sus órdenes cualesquiera que fueran. Me aparté un poco de su sucia boca, pero él me atrajo hacia sí con fuerza y me lamió toda la cara terminando en mi boca donde metió otra vez su lengua.
– ¡Quítate la chaqueta, putita! -Me gritó sobándome con fuerza las tetas.
– No, tan fuerte. -Le imploré.
– ¿Por qué? Estás muy buena y desde que te vi el otro día he querido morderlas, ja,ja,ja. Eres una zorrita cachonda y caliente, solo hay que ver lo duros que tienes los pezones -Me dijo metiéndose mis tetas en la boca saboreándolas y pellizcándolas-. Además ya he pagado a Manolo cien euros por tí, puedo hacerte lo que quiera menos follarte la vagina, quiere venderla el cabrón en una subasta, ja,ja,ja.
Manolo era el nombre de mi amo. Era la primera vez que lo escuchaba. Recordarlo me hizo sentir confiada y empecé a disfrutar de los lametones de aquel cerdo.
– ¡Qué preciosidad de tetas! Son pequeñitas y duras, como de adolescente. -Me dijo sopesándolas con las manos.
Agarró mis pezones para tirar de ellos. Le rogué que no lo hiciera y para distraerlo me acerqué a su cara, la tomé con las manos y le besé en la boca succionando su lengua y sus labios de forma sucia. Mientras, él sobaba mi entrepierna y yo gemí en cuanto rozó mi clítoris.
– Estás muy caliente, ¡Que cerda eres! ¿Quién podría imaginarlo con esa carita de ángel? ¡Te vas a correr en cuanto te chupe tu coñito! – Me dijo palpando mi humedad.
Me levantó sobre una mesa, separó mis muslos y empezó a lamerme el sexo. Gemí excitada notando temblar mis piernas.
– Ummmmm, ¡voy a correrme! – Gimoteé.
– Todavía no, puta – Me chilló y dejó de chuparme el coño empapado de mis fluidos y sus babas.- ¡Ponte de rodillas en el suelo!
Se bajó el pantalón y el calzoncillo y acercó su diminuto y flácido glande a mi boca, apenas se distinguía bajo una enmarañada mata de pelos. Tenía el pubis cubierto de vello canoso y sucio.
– ¡Chúpamela! – Me ordenó tirándome con fuerza del pelo.
El olor a sudor y orina era repugnante. Aun así, saqué la lengua y saboreé su prepucio como si fuera un caramelo. No sabía muy distinta a la de mi maduro amante, pero me daban un poco de repulsión los pelos que se me metían en la boca y la nariz.
– ¡Vamos, guarra! ¿A qué coño esperas? ¡Cómetela entera, joder! -Me gritó amenazadoramente y excitado.
Se le puso un poco dura al contacto de mi lengua y saboreé su líquido preseminal. La chupé con más fuerza para que terminara cuanto antes y empezó a jadear. Antes de correrse me la sacó de la boca, cayendo un río de babas de mis labios, y se masturbó frente a mi cara hasta que se corrió. Me tragué todo lo que pude, pero unos hilos de leche espesa quedaron colgando de mi barbilla.
– Joder, ¡qué cerda eres! -Me dijo mirándome con lujuria mientras se le caía la baba de la boca. -Es increíble que a mis setenta y dos años me folle a una preciosidad como tú y que además se corra conmigo, ja,ja,ja,ja, te voy a reventar el culo ahora.
Me quise lavar la cara, pero no me dejó. Le excitaba ver su semen pegado en mi piel.
– Ahora voy a comerte el ojete y luego a follártelo, quiero que mientras lo haga, te toques el coño.
Sentí un estremecimiento cuando sus manos me abrieron el culo y su húmeda lengua, que tanto asco me daba antes, se metía dentro de mi estrecha cavidad.
La denigrante imagen del viejo chupándome el culo me excitó. Así que empecé a notar los flujos que emanaban con más intensidad de mi coño, al que seguía masturbando cada vez con más ritmo. Le escuchaba escupir y notaba su espesa saliva lubricando mi agujero y resbalando por mis muslos.
Cuando lo había dilatado y humedecido lo suficiente se puso un condón y metió su pequeña polla con facilidad, aunque le dije que me dolía un poco para que me follase suavemente.
Al poco tiempo yo estaba tan caliente que empecé a jadear y a temblar, suplicándole que no parara, que me la clavara más adentro y que bombeara más fuerte. Tuve un orgasmo brutal y me corrí de tal forma que no me tenía en pie. El viejo no aguantó más y se corrió también. Luego me lamió las piernas y el coño deleitándose con los restos de orina que se me habían escapado al correrme como una perra encelada. Después se quitó el condón y vació su contenido en mi boca, no me dejó tragarlo, acercó la suya y me morreó profundamente para que degustáramos juntos el sabor de su leche.
– Ha sido increíble, putita -Me dijo cuando separó su boca de la mía.
Me puse la chaqueta y me despedí con un pico hasta otro día.
Subí a la casa de mi maduro dueño. Estaba muy caliente porque, según me confesó, tenía una cámara grabando la escena y lo había visto todo. Me ordenó que me abriera la chaqueta y que le masturbara y así lo hice, Se corrió en un instante sobre mi cara y mi chaqueta pero no me dejó limpiarme. Me obligó a irme a casa cubierta por su semilla. Yo me sentía honrada de que se hubiera corrido conmigo y de llevar su semen marcándome como un objeto de su propiedad. Ni siquiera me dí cuenta en ese momento de que tenía una grabación mía y del anciano vecino follándome el culo, a saber con qué intenciones la había grabado…
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